A prueba de fuego

 
    De la salamandra todos los antiguos pensaron que vivía en el fuego y que se movía libremente entre las llamas sin quemarse. Así lo afirman Plinio, Eliano e Isidoro de Sevilla. San Agustín en La Ciudad de Dios compara a las salamandras con las almas condenadas en el infierno: ambas permanecen vivas a pesar de hallarse entre las llamas. También se vinculaban a la salamandra ciertos tejidos ignífugos. La Carta del Preste Juan afirmaba que esos tejidos provenían de una sustancia que secretaba la salamandra y con la que se hacía un capullo, como si fuese el de un gusano de seda. Toda la corte del Preste Juan vestía ropajes fabricados con esta fabulosa tela. Marco Polo encontró estos tejidos en los montes de Altai y los denomina salamandra, pero sostiene que no hay tal animal: «lo cierto es que la salamandra no es un animal, como dicen en nuestra parte del mundo, sino una sustancia que se encuentra en la tierra». Browne en su Pseudodoxia Epidemica o Sobre los errores vulgares negaba que la salamandra tuviese la propiedad de sobrevivir en el fuego; mantenía que, a lo sumo, la humedad y mucosidad de su piel le ofrecían cierta resistencia a las llamas durante unos instantes. Benvenuto Cellini, el genial escultor y orfebre renacentista, cuenta en su biografía que cuando él era niño, su padre vio una salamandra deslizándose, tranquila e incólume, entre las llamas de la chimenea y que lo llamó para que la viese también y, acto seguido, le dio un bofetón: no porque hubiese hecho algo mal —le dijo—-, sino para que le quedase siempre en la memoria aquel día en que había tenido el privilegio de contemplar una criatura mágica. Demos gracias, pues, a don Giovanni Cellini de que su hijo llevase ese recuerdo consigo el resto de su vida y lo pusiese por escrito para asombro de futuras generaciones.




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