La fiebre del tulipán
En el momento en que Cornelius comenzó a entregarse a los tulipanes, arrojó en ellos sus rentas del año y los florines de su padre.
Alejandro Dumas, «El tulipán negro».
Quizá no haya habido en la historia una burbuja financiera comparable a la «fiebre del tulipán» holandesa de los años 1634 a 1637, un período en el que se pagaron verdaderas fortunas por el capricho de poseer alguna exótica variedad de estos turbantes vegetales. Y los llamo así porque la palabra tulipán es una adaptación de la voz turca tülbent, que significa eso mismo: turbante. De Estambul vinieron los primeros ejemplares de esta flor que se vieron en Europa; un embajador de la corte imperial de los Habsburgo los remitió a Viena y desde allí su cultivo se fue difundiendo por otros países del continente. Pero fue en Holanda donde la moda del tulipán se convirtió en una suerte de locura colectiva. El origen de las pasiones que despertó el tulipán reside en un aspecto concreto de su morfología: la facilidad con la que de forma casi espontánea genera variedades nuevas de impensados colores, matices y jaspeados; como si Dios mismo se entretuviese en pasear por los campos de tulipanes con una paleta y un pincel en las manos.
La fiebre comercial del tulipán —el bulbo de algunos especímenes podía alcanzar un precio equivalente o incluso superior al de un inmueble— engendró también una singular moda editorial, los «libros de tulipanes» (tulpenboeken), en los cuales se representaban en acuarela o gouache las variedades más cotizadas. Estos libros servían como referencia en las transacciones mercantiles puesto que la compraventa se llevaba a cabo durante la fase durmiente de la planta, cuando su aspecto no difiere mucho del de una modesta cebolla. Los compradores precisaban, por tanto, de estos catálogos para no pujar a ciegas. Muchos pintores reputados participaron en la confección de estos libros rivalizando en captar la sutil tonalidad de los ejemplares de tulipán más raros, cuyo nombre era también cuidadosamente elegido y registrado en la lámina correspondiente. Y es que las denominaciones con que se iban bautizando las nuevas variedades contribuían a despertar la curiosidad y apetencia de los inversores y, por tanto, a acrecentar su valor. Don José Quer, un botánico español del siglo XVIII, escribía respecto de esta costumbre de los cultivadores de tulipanes holandeses:
[...] a cada nueva variedad imponen un nuevo nombre pomposo, a que es consiguiente su estimación y aumento de precio.
No le faltaba razón a don José Quer. Los nombres eran, en verdad, tan imponentes y fantásticos como la propia carnación de las flores. Así, el rey de los tulipanes, que sobrepasaba con mucho en precio a todos, se denominaba Semper Augustus; a continuación iba el Virrey; otros eran el Almirante Van der Eyck, el Almirante Liejken, el Almirante Van Enkhuijsen, el General Standaert...
¡Nunca hubo una hueste tan fastuosa y colorida como la de los tulipanes holandeses!
*****
Comentarios
Publicar un comentario