El barril de Colón

 

 Llega el verano y el tiempo de playa. De la playa me gusta sobre todo el largo paseo por la orilla, los pies refrescados por las olas que vienen a morir a la arena y la vista puesta en el reguero de conchas y algas que dibuja la línea de la marea. Recuerdo que, de niño, un compañero de clase exhibía una bella y extraña moneda romana y decía que la había encontrado por azar en la playa. Seguramente la habría comprado en alguna tienda de numismática, pero yo creí a pies juntillas que este tipo de hallazgo no sólo era probable sino prácticamente seguro si uno renunciaba a pasar el rato con el balón de Nivea y se dedicaba a escrutar la playa con la demorada atención de un Sherlock Holmes. 

Desde entonces he abrigado el secreto deseo de encontrar algún objeto valioso semienterrado en la arena. Y no pienso en algo que tenga valor material, económico, sino puramente romántico: ¡Lo que sería encontrar una botella con un fabuloso mensaje en su interior, como la del relato de Poe! 

Aunque en esta materia nada habría comparable a toparse con el barril de Colón, que constituye el primer caso históricamente documentado —al menos en Occidente— de mensaje confiado a las olas. 

Ocurrió en febrero de 1493, durante el regreso de Cristóbal Colón del viaje del descubrimiento. La carabela en la que volvía el almirante, La Niña, se acercaba ya al archipiélago de las Azores, cuando se desató una terrible tormenta que amenazó con mandar el barco a pique. El almirante temió verdaderamente por su vida. Después de tantas penurias, parecía un sinsentido perecer sin poder dar cuenta de su hazaña mientras otros —léase los Pinzones— se atribuían el mérito que en puridad le correspondía a él. Entonces ideó lo siguiente: escribió una breve relación de su descubrimiento, dobló y selló el pergamino, puso un sobrescrito en el que se indicaba que quienquiera que encontrase el mensaje recibiría una recompensa de mil ducados si lo entregaba sin abrir a los Reyes Católicos, lo envolvió todo en cera para evitar que se humedeciese y, metido dentro de un barril, lo arrojó al mar. Así lo refiere el propio Colón en sus diarios:

Por este motivo escribí en un pergamino con la brevedad que pedía el tiempo, cómo dejaba descubiertas las tierras que había ofrecido, y en cuántos días, y por qué camino lo había conseguido, la bondad del país, la calidad de sus moradores, y cómo quedaban vasallos de Vuestras Altezas [...] Este escrito, cerrado y sellado, dirigí con sobrescrito a Vuestras Altezas y con el porte y promesa de mil ducados a quien se lo presentase cerrado, para evitar que si se lo hallaban extranjeros, no se valiesen del aviso que incluía, contra la verdad del porte, y al instante hice que me trajeran un gran barril y, envolviendo el pergamino en un encerado, metido después en una hogaza de cera, le puse dentro del barril y bien cerrado con sus arcos le eché al mar...

Afortunadamente La Niña sobrevivió a la tormenta y Colón pudo contar en persona su descubrimiento a los Reyes Católicos. ¿Pero qué fue del barril del almirante? Que se sepa, nunca llegó a tierra...No, al menos, en el siglo XV. Hubo que esperar casi cuatro siglos para que de repente el barril de Colón aflorase en la marea de la historia: en agosto de 1851, por ejemplo, un tal capitán D'Auberville, al mando de la goleta Chieftain of Boston, recogió en la costa africana, justo enfrente de Gibraltar, un extraño objeto flotante completamente cubierto de lapas y conchas de molusco. Al examinarlo de cerca resultó ser un barril de madera, en cuyo interior había una cáscara de coco envuelta en una sustancia resinosa y dentro, un trozo de pergamino con una escritura antigua que no logró descifrar. Al llegar a Gibraltar D'Auberville encontró a alguien que consiguió leer el misterioso mensaje: era, aparentemente, la relación que Colón había dirigido a los Reyes Católicos y que había lanzado al océano durante la tormenta de 1493. No se volvió a saber de este documento, pero otros hallazgos similares se produjeron con posterioridad. En 1891 un pescador galés aseguró haber encontrado un barril parecido. Un supuesto diario de a bordo de Cristobal Colón hallado en su interior (¡escrito en inglés!) fue impreso al año siguiente en Düsseldorf imitando, mediante técnicas litográficas, un pergamino. Al parecer, el pintor y escritor alemán Karl Maria Seyppel (1847-1913) fue el autor de esta falsificación. En 1941 otro presunto ejemplar del mensaje arrojado al océano por el almirante apareció en una biblioteca rusa. Algunas bibliotecas señeras, como la British Library, han recibido más de una vez ofertas de supuestos manuscritos de Colón rescatados de las olas e incluso poseen ejemplares de alguna de estas chuscas falsificaciones.

Con casi total seguridad el mar destruyó el mensaje de Colón hace siglos. Aun cuando el barril hubiese quedado atrapado en las corrientes marinas, la broma —el molusco que solía corroer los cascos de los navíos— hubiese desintegrado la madera en pocos años. La única posibilidad de que el barril sobreviviese hasta nuestros días es que hubiese llegado a las heladas costas del Ártico, donde los moluscos xilófagos no pueden vivir y donde su acción destructora hubiese cesado. Los hielos del Ártico han preservado maderas mucho más antiguas. De ser así, cabría la eventualidad de que en cualquier momento, derretido el refugio de hielo donde quizá haya estado retenido por siglos, el barril inicie de nuevo su vagabundeo por el océano.

No pierdo la esperanza, pues, de que un día en la playa, entre ovillos de algas fermentadas, trozos de redes viejas y botellas de plástico, tropiece con el famoso barril. Si tengo esa fortuna, me comprometo a llevar el mensaje del almirante a la Capilla Real de Granada y depositarlo, intacto y sin abrir, sobre el sepulcro de los Reyes Católicos.

Y aunque sus majestades me insistan, no aceptaré los mil escudos de recompensa. ¡Desinteresado que es uno!

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