Café con cosas

 

    Hojeo en internet un fabuloso catálogo publicado en 1782: un índice de todos los objetos expuestos en el café de Don Saltero en Chelsea, un legendario establecimiento del Londres dieciochesco. Este “Don Saltero”, que en realidad se llamaba James Salter, fue un barbero irlandés que estuvo muchos años al servicio de sir Hans Sloane, el acaudalado coleccionista cuyo legado constituyó el germen del Museo Británico y del Museo de Historia Natural de Londres.

En 1695 Salter se estableció por su cuenta en un local del hoy barrio londinense de Chelsea. Como recompensa por sus años de servicio, el antiguo amo le obsequió con una miríada de bagatelas de su propia colección, piezas de escaso valor o de las que tenía varios ejemplares, que el recién independizado barbero empleó para decorar su negocio. Con el tiempo, Salter acrecentó por sus propios medios esta colección inicial y convirtió su establecimiento en un must de la época: allí se iba lo mismo a arreglarse la barba o a quitarse una muela que a tomar un café o a beber una jarra de ale. Benjamin Franklin o Isaac Newton se contaron entre sus clientes.

La colección de Don Saltero, que llenaba 18 expositores y recubría por entero la paredes y el techo del local, era un verdadero gabinete de curiosidades compuesto por más de 500 objetos: animales exóticos disecados, artesanía de lugares remotos, pequeñas antigüedades y cosas similares. Algunas piezas eran decididamente pintorescas: por ejemplo, en el catálogo figuran un hueso de cereza en el que iban talladas las cabezas de los cuatro evangelistas, unos guantes en miniatura guardados en una cáscara de nuez o la mano de una momia egipcia. Otros artículos son pura y gozosa fantasía: dos flechas de Robin Hood, una muestra del maná que llovió sobre los israelitas en el desierto o un collar hecho con las lágrimas de Job. Mi preferido es, sin duda, el listado con el número 24 del primer expositor: ¡un juego de espadas de acero pulido obsequiado al capitán Gulliver por el rey de Liliput!

Espiados por los ojos atónitos de toda suerte de criaturas disecadas—extraños peces, pájaros inverosímiles, cocodrilos, simios y hasta un basilisco—, los empelucados clientes de Don Saltero bebían café o té, aspiraban su pizca de rapé y hablaban del teatro o la bolsa.


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