Cartas para el otro mundo

 

Resulta curioso comprobar cómo el cine ha contribuido, a un tiempo, a perpetuar y a deformar las viejas leyendas del mar. Ahí está el caso del más famoso de los buques fantasmas, el Holandés Errante, hoy popularizado por la saga de Piratas del Caribe. Se trata de una superstición marinera nacida en los siglos XVII o XVIII y vinculada a la complicada travesía del cabo de Buena Esperanza: un galeón espectral que surgía en mitad de las tormentas y cuyo avistamiento deparaba funestos presagios de naufragio. De acuerdo con las conversaciones que los marineros sostenían a media voz en las cabinas y los sollados, el Holandés era un antiguo galeón de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales que a causa de un blasfemo juramento de su capitán, un cierto Van der Decken, habría sido condenado por Dios a vagar eternamente por los mares sin tocar puerto.

A diferencia de lo que ocurre en la moderna saga cinematográfica, en la cual el Holandés lleva a bordo una caterva de demonios mitad humanos mitad moluscos, en las primeras recreaciones literarias del mito tradicional —por ejemplo, la que aparece en Las memorias del señor de Schnabelwopski, de Heine—, la tripulación del buque fantasma no es sino un grupo de inconsolables marineros cuya única ansia es hallar otro barco que esté dispuesto a recoger su correo y hacérselo llegar a sus seres queridos en Ámsterdam.

Condenados a navegar en un océano sin orillas y sin tiempo, los tristes marineros del Holandés no comprenden que los amigos y familiares a los que remiten sus cartas llevan ya largos años muertos y enterrados. Su correspondencia lleva franqueo para el otro mundo, por eso trae mala suerte y ningún navío quiere aceptarla.

Se diría que en el correo del Holandés Errante Dios ha sobrescrito con su letra inexorable aquello de «Devuélvase al remitente».


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