Como pez en el agua


 

    De sus noches de claro en claro y sus días de turbio en turbio leyendo libros de caballerías había aprendido don Quijote que antes o después todo caballero andante que se precie tiene que pasar un tiempo a remojo. A Lanzarote lo crió la Dama del Lago en su palacio subacuático y de ahí le viene el sobrenombre de du Lac o del Lago. A Amadís de Gaula, espejo de la caballería andante, le rescataron recién nacido de entre las olas del océano, por lo que fue primeramente llamado “el doncel del mar”. En mitad de un lago le fue entregada al rey Arturo la espada Excalibur. El propio Quijote tuvo también su particular aventura acuática en las aguas del río Ebro, aunque no salió demasiado bien parado de ella.

Sin duda por ello don Quijote, al enumerar las distintas habilidades que encierra la ciencia de la caballería andante, dice que el caballero “ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicolás o Nicolao”. Este peje o pez Nicolao era un nadador proverbial cuyo nombre andaba ya en boca de las gentes mucho antes de que naciese Cervantes.

Así, el sevillano Pedro Mejía en su Silva de varia lección (1540) aseguraba que “desde que me sé acordar siempre oí contar a viejas no sé qué cuentos y consejas de un pez Nicolao, que era hombre y andaba en la mar”. El propio Mejía confiesa que lo tuvo por un personaje de fábula hasta que, siendo ya adulto, leyó su historia en las obras de dos insignes humanistas del Renacimiento: Giovanni Pontano y Alessandro Alessandri.

El tal Nicolao o Colán o Cola Pesce, que también así lo denominan algunas fuentes, era originario de Sicilia, de Catania. No está del todo claro en qué época vivió: unos quieren que en los tiempos de Alfonso de Aragón y Sicilia, en el siglo XV; otros, que en los días del rey Federico II Hohenstaufen, dos siglos antes. Versiones inglesas de la historia la remontan aún más en el tiempo. En todo caso, parece que este individuo había desarrollado una especie de manía natatoria que le impulsaba a permanecer en el mar casi a todas horas:

el cual hombre desde muy niño tuvo tanta inclinación a andar en la mar nadando que noches, y días, y en todos tiempos no era su descanso otra cosa, y vino el negocio, yendo de poco a mucho, a tanto extremo que el día que no estaba lo más del en el agua, decía que sentía tanta pasión y pena que no pensaba poder vivir.

Esta obsesión acuática del siciliano fue adquiriendo una función social: como si fuese el práctico de un puerto, el pez Nicolao nadaba hasta los barcos que entraban en la bahía y les indicaba la forma de navegar hasta el muelle; llevaba avisos y hacía encargos a los tripulantes de los navíos; portaba el correo a nado a otras poblaciones costeras vecinas. En suma, su fama empezó a cobrar tal dimensión que llegó a oídos del monarca siciliano. El rey quiso ver con sus propios ojos a aquel nadador formidable que rivalizaba con los peces y comprobar si era cierto lo que oía decir de él:

que aunque hubiese grande tormenta en la mar, nadaba y andaba en ella sin temor ni peligro. Y le acaeció nadar en una furia sin descansar quinientos estadios, que serán quince o dieciséis leguas de España.

Se presentó, pues, el rey con su séquito en la ciudad y, deseando poner a prueba el talento del nadador, arrojó una valiosísima copa de oro al mar, diciéndole al pez Nicolao que sería suya si conseguía rescatarla de las profundidades. El pez Nicolao se sumergió para ir en su busca, pero ya nunca más asomó a la superficie: al parecer quedó atrapado en unos peñascos del fondo entre los que había caído la copa y se ahogó. Dicen que por la boca muere el pez, mas el pez Nicolao no murió por la boca, sino por la copa. A no ser, claro, que se entienda que fue por la boca de sus vecinos, que se jactaron tanto de la habilidad piscícola de su paisano que acabaron por ser instrumentos inconscientes de su muerte.

Aunque, después de todo, quizá el pez Nicolao no se ahogó, sino que simplemente buceó hasta otro lugar donde las autoridades lo dejasen ser pez en paz y no lo tratasen como una atracción de feria. Bien pudo hacer Nicolao como aquel otro célebre hombre-pez, el de Liérganes, del que cuentan que se lanzó al mar en la ría de Bilbao en 1674 y apareció vivito y coleando en la costa de Cádiz cinco años más tarde.

Valga, en cualquier caso, la figura del peje Nicolao para recordar qué grado de excelencia natatoria conviene que tengan los caballeros andantes, a quienes se supone que cualquiera que sea la masa de agua que los rodee, océano, río, lago o laguna, y aun cuando vayan revestidos de armadura de la cabeza a los pies, han de saber moverse en su interior con graciosa desenvoltura: ni más ni menos que como pez en el agua.

El que esto escribe, que es de puerto de mar, puede dar testimonio de que algunos de sus conciudadanos, con rara y admirable disciplina, se arrojan cada amanecer —incluso en lo más crudo del invierno— entre las olas con tanto entusiasmo como el pez Nicolao. Aunque los nuestros sean tiempos de hierro y no los dorados de la Tabla Redonda, por este lado de la natación, al menos, aún queda esperanza para la caballería andante.



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