Lo que el mar esconde

 

    In mari multa latent, «muchas cosas se esconden en el mar», es una cita que se atribuye a Opiano de Anazarba, un poeta de los tiempos de Marco Aurelio que escribió un largo poema sobre la pesca y la fauna marina titulado Haliéutica.

Lo que el mar esconde, lo esconde muy bien y sólo a algunos elegidos el azar les reserva la oportunidad de penetrar en sus más recónditos secretos. Entre estos escogidos se halló la tripulación de una corbeta francesa que surcaba las aguas del Atlántico en noviembre del año 1861. Se llamaba Alecton.

Por fortuna, tenemos una pormenorizada noticia de aquel episodio. El propio capitán del Alecton, Frédéric-Marie Bouyer, lo relataría en la revista Le Tour du Monde (primer semestre de 1866) y más tarde en un libro, La Guyane française: notes et souvenirs d'un voyage exécuté en 1862-1863 (1867).

El Alecton, un vapor del servicio de correo francés, había zarpado de Tolón con destino a la colonia penitenciaria de Cayena, en la Guayana francesa. Había atravesado el estrecho de Gibraltar y hecho escala en Cádiz, que estaba en fiestas celebrando al héroe del momento, el general Prim, que se encontraba en esa ciudad a punto de partir para México. Tras dejar atrás la bahía gaditana y poner rumbo a las Canarias, el Alecton navegaba a unas cuarenta leguas al nordeste de Tenerife cuando el vigía divisó una extraña masa rojiza que flotaba a alguna distancia del barco. Conforme el navío reducía el espacio que le separaba de aquel bulto de inusual apariencia, a bordo de la corbeta iban sucediéndose las cábalas: ¿una embarcación volcada? ¿una aglomeración de algas a la deriva? ¿un caballo muerto?

Pero a medida que el barco se aproximaba más y más a aquella masa disforme de color rojizo que sobresalía entre las olas, en las barandillas de cubierta se iban amontonando los rostros estupefactos de la marinería. Allí, delante de sus ojos, nadaba una criatura a la que siempre se había tenido por una fantasía de los cartógrafos antiguos o acaso por un delirio de viejos marineros lunáticos. Así la describió el capitán Bouyer en su relato:

Mediría unos dieciocho pies [cerca de seis metros] de la cabeza a la cola; la cabeza, que tenía la forma de un pico de loro, aparecía rodeada de ocho brazos de cinco o seis pies de longitud. Su color era de un rojo parduzco, sus ojos blancos tenían la dimensión de un plato. La figura de este embrión colosal era repulsiva y terrible...

¡El Kraken! Muchos habían oído viejas historias de fugaces encuentros con aquel demonio marino, pero nadie les concedía ningún crédito. Y ahora lo tenían delante de ellos, agitando sus ondulantes y larguísimos tentáculos. El capitán dispuso que el barco maniobrase para tratar de pegarse al monstruo y capturarlo. Ordenó que se aprestasen varios arpones y carabinas. El fuerte oleaje, que constantemente apartaba al barco de aquel fabuloso animal, dificultaba la tarea. Se dispararon algunas balas y arpones, pero no parecieron hacer mella en la bestia, que desaparecía bajo las olas y volvía a emerger al otro lado del navío. Los intentos de apresarlo lanzando un nudo corredizo también fracasaron. Algunos hombres pedían al capitán que botara la lancha para que se pudiesen acercar lo suficiente al animal para amarrarlo, pero Bouyer se negó: temía que aquel calamar gigantesco volcase la chalupa y arrastrase a sus hombres al fondo del mar.

Después de una persecución de más de tres horas, un disparo dio al fin muestras de haber hecho un daño apreciable al animal: empezó a verter un licor sanguinolento y glutinoso que olía fuertemente a almizcle. El Alecton consiguió rodear el cuerpo del gigantesco cefalópodo con una gruesa soga y trató de izarlo a bordo. Pero el nudo se deslizó por el cuerpo viscoso del animal y se acabó soltando, seccionando la parte superior de uno de los tentáculos. El Kraken, con una de sus extremidades mutiladas, se sumergió de vuelta a las profundidades.

El Alecton, por su parte, con el hediondo trozo del tentáculo sobre cubierta, se dirigió a la costa a dar parte a las autoridades. Pronto la prensa dio noticia del increíble incidente del vapor francés y al cabo del tiempo los ecos de aquel episodio llegaron a todos los rincones del mundo: incluso a los abismos marinos donde el terrible Kraken lamía sus heridas.

Quizá el lector recuerde el pasaje de la novela de Verne 20.000 leguas de viaje submarino en el que mientras los invitados del capitán Nemo discuten en el interior del Nautilus sobre la existencia del Kraken, uno de ellos trae a colación la aventura del Alecton:

En el año 1861, al nordeste de Tenerife y a una latitud aproximada a la que ahora nos hallamos, la tripulación del navío Alecton vio un monstruoso calamar que nadaba en sus aguas. El comandante Bouguer mandó aproximarse al animal y lo acometió a arponazos y a tiros [...]

Y casi inmediatamente, como convocado por el recuerdo del odioso encuentro, el mismísimo Kraken aparece agitando sus formidables tentáculos tras la escotilla del Nautilus.

In mari multa latent, muchas cosas se esconden en el mar. Pero cuidado, porque tienen oídos y no todas toleran según qué alusiones.




Comentarios

Entradas populares