Asuntos familiares

 

    No se inquiete el lector, que no le voy a importunar con la vida y milagros de mi parentela. Me acojo a otra acepción, hoy en desuso, del término “familiar”: la que designaba a un espíritu, genio o demonio —un daimon (δαίμων), como decían los antiguos griegos— que se ponía al servicio permanente de un individuo, ya para aconsejarle, ya para procurarle toda clase de ayudas sobrenaturales.

La actividad de estos consejeros mágicos es conocida desde la antigüedad. Es sabido que Sócrates afirmaba escuchar la voz de un daimon que le servía de guía en momentos difíciles. De Plotino también se cuenta que tuvo a su servicio uno de estos genios asesores. Excesto, antiguo gobernante de Focea, portaba una sortija en la que llevaba encerrado un espíritu al que invocaba en caso de necesidad. Pero a partir del Renacimiento y hasta los umbrales del siglo XVIII hubo una especie de explosión de casos, una verdadera apoteosis familiar. Del sujeto más humilde al intelectual más pintado muchos contaron, o dijeron contar, con alguno de estos familiares en las más variopintas presentaciones y aspectos: ya en la clásica redoma, ya en figura de algún animal casero; bien encarnados en seres de apariencia angélica, bien desmaterializados en una simple voz interior. Hubo también un intenso mercadeo de familiares, o al menos, de traspaso de sus servicios; según era fama, en Italia especialmente se adquirían y transferían estos espíritus con tanta naturalidad y con tan poco ocultamiento como si fuesen naranjas o peras.

Aunque pueda resultar paradójico, muchas veces hubo clérigos por medio. El humanista Pico de la Mirandola afirmaba haber conocido a un clérigo que había tenido a su servicio durante cuarenta años a un espíritu familiar femenino que atendía al dulce nombre de Hermelina. Un dominico llamado fray Pedro fue quien puso en contacto al célebre licenciado Torralba —del que escribieron Cervantes y don Ramón de Campoamor— con Zaquiel, el familiar que le pronosticó el sacco de Roma a manos del condestable de Borbón.

Como digo, estos espíritus solían aconsejar en asuntos complejos, revelar sucesos futuros o transmitir a sus protegidos alguna parte de sus vastísimos conocimientos en todo tipo de materias: lo mismo si se trataba de operaciones alquímicas o de cálculos astrológicos que de interpretar un oscuro pasaje de un poeta antiguo. Pero no faltan casos en los que condescendieron a hacer tareas domésticas: según Tritemio, por ejemplo, en la diócesis de Hildesheim hubo un espíritu familiar que hacía de pinche en las cocinas del obispo. Y Calmet habla de un seminarista de París al que uno de estos auxiliares sobrenaturales le barría la habitación y le cepillaba las sotanas.

También eran consumados transportistas: en un abrir y cerrar de ojos podían conducir a su protegido a la otra esquina del mundo. Ahí tenemos, de nuevo, el caso del licenciado Torralba a quien su familiar, Zaquiel, le llevó en volandas de Valladolid a Roma, ida y vuelta, en el espacio de una noche. En las Disertaciones de Calmet se cuenta de cierto erudito de Dijon al que su familiar le llevó en sueños una noche hasta la biblioteca de la reina Cristina de Suecia para que allí, consultando ciertos libros, resolviese una duda que le había planteado un texto griego.

Por su parte, el padre Feijoo, en uno de los volúmenes de su Teatro Crítico Universal, refiere que corrió en su tiempo la noticia por Galicia de que una nación extranjera, deseando concertar una alianza con Portugal contra el rey de España, había enviado a Lisboa con la ayuda de uno de estos espíritus familiares a tres embajadores que viajaban por los aires, caballeros sobre una nube. Al parecer, se los había visto descender y detenerse en una venta en las cercanías de Finisterre.

Feijoo argumentaba incrédulo que carecía de sentido que se molestase en enviar diplomáticos a negociar alianzas un rey que tuviese a su servicio una criatura que podría transportarle flotas y ejércitos enteros por los aires. Pienso yo que también podría haber objetado que era incomprensible que pudiendo hacer el viaje del tirón y desembarcar a los embajadores en pleno Rossio de Lisboa, tuviesen los viajeros que hacer parada técnica en una posada de la Costa da Morte. A no ser, claro, que el familiar, cuya profunda sabiduría se extendería también a la ciencia gastronómica, hubiese sugerido aterrizar para que los diplomáticos pudiesen degustar unos percebes del Roncudo.




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