Saknussemm y el mundo subterráneo

 

    Están ya muy próximas las calendas de julio, y el que escribe desearía no hallarse delante del ordenador de su casa, sino en Islandia, en mitad del glaciar Joküll, para ver cómo el sol desliza gentilmente la sombra del pico Scartaris sobre el cráter del volcán Sneffels. Como el lector seguramente recuerda, éste es el exacto momento en que se puede saber cuál de las tres simas —de las tres fauces abiertas que, como el Cancerbero, tiene el Sneffels—conduce directamente al centro de la tierra. Eso es, al menos, lo que dejó dicho el misterioso y elusivo Arne Saknussemm, el autor del mensaje cifrado más fascinante que jamás haya puesto en marcha una novela:

In Sneffels Yoculis craterem kem delibat umbra Scartaris Julii intra calendas descende, audax viator, et terrestre centrum attinges. Kod feci. Arne Saknussem.

(Desciende al cráter del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la tierra, como he llegado yo. Arne Saknussemm).

Desde que leí por primera vez Viaje al centro de la Tierra en una versión cómic de la colección Famosas Novelas, he sentido una intensa fascinación por ese imaginario sabio islandés cuyo mensaje, oculto a los lectores indiscretos mediante un cifrado en caracteres rúnicos, conduce a los protagonistas de la novela —el profesor Lidenbrock, su sobrino Axel y el imperturbable guía islandés Hans Bjelke— a las entrañas del planeta.

En realidad, no llegamos a saber demasiado de Arne Saknussemm en la obra de Verne; se nos dice que era un erudito del siglo XVI, alquimista, naturalista y explorador; “la gloria de la ciencia y las letras islandesas”, a pesar de que nada de su obra ha llegado a la posteridad, pues toda ella fue quemada en 1573 por sospechosa de herejía.

No sabemos con certeza quien pudo inspirar el personaje de Saknussemm; recientemente se ha sugerido que su nombre contiene en clave el del capitán Semmes, un marino estadounidense que presuntamente fue el troquel de otro de los grandes personajes vernianos, el capitán Nemo. Todo puede ser, aunque está un poco traído por los pelos; en cualquier caso esta conexión se circunscribe únicamente al nombre y no al personaje en sí.

En mi opinión, uno de los candidatos más plausibles para haber servido de molde a Saknussemm, el audax viator que se internó por vez primera en el centro de la Tierra y que ocultó su secreto en un mensaje cifrado, fue el jesuita alemán Athanasius Kircher.

Aunque vivió en el siglo XVII y no en el XVI, Kircher comparte muchos de los rasgos de Saknussemm. Para empezar, Kircher fue un polímata, que es esa condecoración que el diccionario guarda para los sabios cuando decir simplemente “sabio” parece que queda corto. Educado desde pequeño en instituciones de la Compañía de Jesús, Kircher absorbió durante su etapa de formación como jesuita y ya más tarde como profesor de la orden una prodigiosa cantidad de los saberes de la antigüedad y de su época que iría destilando a lo largo de su vida en un espeso reguero de tinta: más de dos mil cartas y cuarenta y tantos libros en los que trató de todo lo divino y humano; el magnetismo, la óptica, la música, la geografía, el origen del lenguaje, la astronomía...Fue también, como Saknussemm, naturalista; el gabinete de curiosidades que reunió en el Colegio de la Compañía de Jesús en Roma constituía visita obligada para cualquier viajero culto. Por cierto que allí, entre otras muchas maravillas de la naturaleza y del ingenio humano, exhibía la cola y las costillas de una sirena.

Igual que Saknussemm, Kircher tuvo una profunda inclinación por la criptografía y los sistemas antiguos de escritura, e incluso pretendió haber conseguido descifrar los jeroglíficos egipcios. Y también, por supuesto, se interesó por la alquimia. Por si todo esto no le diese ya méritos suficientes para haber hecho germinar en la mente de Verne al misterioso erudito Saknussemm, he aquí que Kircher tuvo otro interés nada común en su época: el subsuelo terrestre.

Un viaje realizado al sur de Italia, Sicilia y Malta durante 1638 como integrante del séquito del príncipe elector de Hesse, puso en contacto directo al jesuita germano, por aquel entonces ya destinado en Roma, con las fuerzas desatadas del interior de la tierra. Fue testigo del terremoto de Calabria y de las erupciones del Etna y del Estrómboli, justo el volcán por donde salen eyectados, tras su viaje subterráneo, los protagonistas de la novela de Verne.

Obsesionado con las colosales energías de las entrañas del planeta que había visto en acción, al pasar por Nápoles durante el camino de regreso, el jesuita se arremangó la sotana y el manteo y decidió subir al Vesubio y, exactamente como hiciera Saknussemm en el islandés volcán Sneffels, tuvo la osadía de descender por su cráter. Sólo que como el Vesubio no estaba apagado, Kircher no pudo asomarse más que lo justo para no convertirse en ceniza:

Se asemejaba verdaderamente a los fogones de Vulcano, siempre hirvientes con un continuo chorro de llamaradas y de humo y ocupados en cocer azufre y betún y todas las demás especies minerales que habían de ser licuadas y volatilizadas...apenas terminé de echar el aliento dentro del cráter, estallaron sus entrañas con tanto ímpetu y vehemencia, unidos a tan horribles fragores, que no parecía sino que quería sacudirse de encima la enorme mole de la montaña...

Precisamente este fragmento pertenece al prefacio de la obra que dedicó a sus investigaciones telúricas, Mundus Subterraneus (1665)1, un complejo y deslumbrante tratado en doce libros sobre el interior de la tierra. No me detendré a detallar aquí sus teorías sobre las fantásticas redes de galerías que, según Kircher, atravesaban las entrañas de la Tierra, baste indicar que muchos de los elementos que los protagonistas de la novela de Verne hallaron en su aventura espeleológica —los arroyos subterráneos, el mar interior, los monstruos antediluvianos, los mamuts, los restos de hombres del subsuelo—, aparecen prefigurados de una u otra forma en la monumental obra del jesuita.

Tal vez el lector recuerde que en cierto momento de su travesía por las profundidades, los protagonistas de Viaje al Centro de la Tierra hallan inscritas sobre una de las paredes rocosas del subsuelo las iniciales “A.S.” (Arne Saknussemm): la orgullosa señal dejada siglos atrás por quien les había franqueado las puertas del mundo subterráneo.

Pero si esas iniciales tuviesen que testimoniar la deuda de Verne con las fuentes que muy probablemente manejó para escribir su novela, quizá aquellas letras inscritas en las entrañas del subsuelo hubieran debido ser “A. K.”: Athanasius Kircher.

O puesto que hablamos de un jesuita, estas otras: A. M. D. G. 


1La traducción del prefacio de Mundus Subterraneus que he consultado es la publicada por Eduardo Sierra Valentí en GeoCrítica, Cuadernos críticos de geografía humana, nº 33/34 (mayo-julio 1981).


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