Sobre héroes y almohadas

 

    Es ahora moda en los hoteles eso de ofrecer “carta de almohadas” para que el cliente elija aquella que pueda asegurarle más cumplido descanso. Almohada viene del vocablo árabe que significa mejilla, y una buena almohada es casi como un amoroso beso que nos da el sueño en la mejilla antes de recogernos en sus brazos. Ahora bien, qué grado de firmeza haya de exigirse a una almohada es asunto controvertido. El otro día una solícita dependienta del Corte Inglés trataba de convencerme de que una almohada más dura que un saco de boxeo era comodísima y lo mejor para dormir. Yo no soporto tener una especie de ladrillo detrás de la cabeza y por mucho que me gusten los viejos western sería incapaz de dormir apoyando el colodrillo en la silla de montar como hacen los vaqueros cuando duermen al raso.

Pero es un hecho que los héroes siempre han dormido sobre duro. Plutarco cuenta que Alejandro Magno dormía con una Ilíada debajo de la almohada. Un artículo muy sesudo de la Society for Classical Studies me termina de convencer de que tal cosa debía ser notablemente incómoda. Es sabido que entonces los libros consistían en un papiro que iba enrollado sobre un cilindro de madera o marfil. Pues bien, al parecer un ejemplar completo de la Ilíada abarcaba unos cincuenta metros de papiro enrollado; incluso si la obra se dividiese en ocho rollos, cada rollo tendría, por lo menos, el diámetro de una lata de cerveza. Dormir con la cabeza apoyada en ocho latas de cerveza, especialmente si no las has bebido antes, no creo que sea muy confortable ni favorezca mucho el sueño. Y, sin embargo, Alejandro Magno dormía estupendamente. Eso es, al menos, lo que asegura Montaigne en sus Ensayos: incluso el día anterior a su crucial batalla con el rey persa Darío, Alejandro durmió a pierna suelta; tanto que por la mañana, cuando ya los ejércitos se aprestaban al combate, tuvieron que entrar en su tienda a llamarle y a sacudirle como a un niño que llega tarde al colegio.

Esta Ilíada sobre la que dormía Alejandro era un regalo de su preceptor, el filósofo Aristóteles. Es la que llaman “Ilíada de la caja” o “Ilíada del cofre”: el macedonio la tenía en tanta estima que había destinado para guardarla un rico cofre procedente del expolio del tesoro de Darío. Los que saben de estas cosas no se ponen de acuerdo sobre si ese ejemplar de la Ilíada había sido simplemente transcrito de puño y letra por Aristóteles o si era una versión anotada y comentada por el filósofo. El quid de la disputa se halla en el vocablo griego que emplearon los autores antiguos al referirse a esa copia, porque unos utilizaron la expresión ekdosis, que significaría sencillamente transcripción, y otros, la palabra diorthosis, que implicaría una edición comentada o corregida o como diríamos ahora, “crítica”.

En el Quijote, en el célebre capítulo del “donoso escrutinio”, se alude al cofre donde Alejandro guardaba su libro de cabecera; concretamente, cuando el cura alaba uno de los volúmenes de la biblioteca del hidalgo manchego, el Palmerín de Inglaterra:

Y abriendo otro libro vio que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:

Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las cenizas, y esa palma de Inglaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero.

En cualquier caso, aunque Alejandro acabase por meter los rollos de la Ilíada en un cofre, no parece que en materia de confort ganase mucho. Poca diferencia veo entre apoyar la cabeza sobre unos rollos o sobre una caja. Aunque una vez cogido el sueño, puede ser que no haya existido otra almohada más inspiradora, ni aquello de consultar algo con la almohada haya tenido nunca un sentido más delicadamente poético. Durmiendo con la cabeza apoyada sobre los hexámetros de Homero, qué duda cabe que Alejandro podría soñarse junto a las murallas de la sitiada Troya y una vez allí pedir consejo al adivino Calcas, o al viejo y prudente Néstor, o a Ulises, “fecundo en ardides”.

Y si después de todo el sueño tardase en cerrarle los ojos, en lugar de contar ovejas, siempre podría ponerse a recitar el catálogo de las naves aqueas:

Mandaban á los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio. Los que cultivaban los campos de Hiria, Áulide pétrea, Esqueno, Escolo, Eteono fragosa, Tespia, Grea y la vasta Micaleso; los que moraban en Harma, Ilesio y Eritras; los que residían en Eleón, Hila, Peteón, Ocalea, Medeón, ciudad bien construida, Copas, Eutresis y Tisba, en palomas abundante; los que habitaban en Coronea, Haliarto herbosa, Platea y Glisante...

(Se escuchan ronquidos y cae el telón).




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