Una vida azarosa
En septiembre de 1615, en una institución de beneficencia siciliana, el Hospital de Santa María de la Piedad de Mesina, falleció un pobre soldado enfermo. En los registros de la institución apenas constaba otro dato que su nacionalidad: anglum, inglés. Sin embargo, entre sus pertenencias personales se hallaron algunos objetos valiosos, testimonio de que aquel desdichado había conocido días mejores: un turbante, unas zapatillas de brocado, dos túnicas de damasco púrpura forradas de velludo, un bastón dorado con el pomo lacado en negro y un bordón de peregrino engastado con cruces de madreperla.
Era todo cuanto quedaba de Francis Verney, el mismo hombre cuyo retrato cuelga en los muros de Claydon House, la mansión familiar de los barones Verney, en Buckinghamshire. En él figura representado en la cúspide de su apostura caballeresca —espada al cinto, lechuguilla de encaje, guantes de cabritilla, botas altas de cordobán fino—; una apariencia muy distinta del aspecto andrajoso, demacrado y prematuramente envejecido que debió tener en Mesina.
La de Francis Verney es una de esas vidas azarosas que parecen salidas de la pluma torrencial de un Walter Scott, un Dumas o un Salgari. Nacido en 1584 en el seno de una familia de cortesanos de alto rango, quedó huérfano de madre a temprana edad. Su padre, que se volvió a casar dos veces más, falleció cuando Francis tenía dieciséis años. Por aquel entonces el joven Verney ya se había revelado como un muchacho pendenciero e inclinado a la vida disoluta y al juego. Pero tras la muerte de su padre sus días de disipación tienen un abrupto final: una larga y enconada disputa hereditaria con su madrastra, de la que sale perdedor, y una creciente lista de acreedores lo fuerzan a abandonar Inglaterra.
Tras cruzar el charco, Verney peregrina a Jerusalén, probablemente menos por devoción que por afán de aventuras y de ver mundo. Al regreso de Tierra Santa, consigue que el embajador británico en París lo recomiende al conde de Salisbury y en 1608 vuelve a Inglaterra, donde se ocupa de vender las propiedades que aún le quedaban.
Había cumplido para entonces 23 años. Decidido a buscar fortuna aunque fuese de forma poco ortodoxa, deja de nuevo su país y se alista en una compañía de mercenarios ingleses al servicio del príncipe Muley Zidán, uno de los aspirantes al trono de Marruecos. Parece que en el norte de África Verney se aclimata de tal forma que apostata de su fe protestante y abraza la religión islámica. En 1609 está operando ya como pirata berberisco en el Mediterráneo, convertido en principal lugarteniente de otro famoso renegado inglés, John Ward, comandante de una flota de bajeles corsarios al servicio del gobernador otomano de Túnez.
Sus actividades empiezan a resultar molestas no sólo para España, Venecia y otras potencias mediterráneas, sino también para los intereses comerciales ingleses. En su osadía, Verney llega a apoderarse de un cargamento de vino Burdeos destinado a las bodegas del propio rey Jacobo I. Los informes sobre un inglés de alta cuna “convertido en turco” que tiene la impiedad de atacar incluso las naves de sus propios compatriotas escandalizan a la opinión pública inglesa.
En 1610 es capturado por la flota siciliana y pasa dos años condenado a galeras; dos años de durísima esclavitud encadenado al banco de remar y atormentado por los gritos y el látigo del cómitre. Al cabo, un sacerdote jesuita, apiadado de él, paga su rescate y lo libera a condición de que se convierta al catolicismo. Verney cambia otra vez de fe e inicia una nueva vida como modesto soldado raso al servicio del duque de Osuna, entonces virrey de Sicilia.
Pero su salud ya debía estar gravemente quebrantada. Enfermo y sin recursos, Verney da con sus huesos en Mesina, donde consigue asilo en el Hospital de Santa María de la Piedad. Allí, en 1615, lo encuentra un viajero escocés, William Lithgow, que en un libro de memorias publicado algunos años más tarde escribirá:
Aquí en Mesina hallé al otrora gran galán inglés sir Francis Verney [...] yaciendo enfermo en un hospital [...] aquí, en la más extrema miseria y estrechez, encontró la muerte. Enterré caritativamente su cadáver de la mejor manera que el tiempo y mis fuerzas me permitieron, lamentándome con pesar de la odiosa mudanza de la Fortuna, que a tan alto nacimiento dio tan humilde entierro y así lo puedo en verdad decir; sic transit gloria mundi.
Y así, bajo unas paladas de tierra, quizá en la huerta del hospital, quizá en algún terraplén de las afueras de Mesina, acabó aquel “galán” renegado, dos veces apóstata, caballero y pirata, aristócrata y mendigo.
Con semejante biografía, no puede extrañar que la figura de Verney acabara traspasando los umbrales de la literatura: el maestro del noir Dashiell Hammett menciona al renegado inglés como uno de los poseedores históricos de la imaginaria estatuilla que da título a su mejor novela. Por eso, si uno mira con los ojos soñadores el retrato de sir Francis que se conserva en Claydon House, seguramente alcanzará a distinguir, entre las sombras del cuadro, la silueta afilada y vigilante del Halcón Maltés.
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