La disputa del unicornio

 


    ¡Pobre unicornio! Nuestra época lo ha convertido en un caballito ñoño de rosada crin; un juguete de jardín de infancia, un emoji cursi de incierto significado. Atrás quedaron sus días de gloria, cuando campeaba en los tapices millefleurs que ornaban los palacios de los señores del Renacimiento; cuando lo pintaban en las páginas de los armoriales como emblema de la virtud y de la fuerza indomeñable. Más lejanos aún, los tiempos en que los venerables infolios del Physiologus y otros bestiarios medievales lo representaban reposando dulcemente su testa sobre el pecho incipiente de una doncella virgen, en una alambicada alegoría de la encarnación de Cristo.

Nada de esa noble y enigmática imagen del unicornio permanece en la mente colectiva, abducida ya por ese muñequito grimoso que nos presentan con su nombre, y tal vez por eso pueda parecernos que nunca fue más que una fabulación pueril, una criatura disparatada y ridícula forjada por algún trolero de la antigüedad remota y a la que nunca nadie concedió ningún crédito.

Pero no es así. La existencia del unicornio fue objeto de una encendida controversia que se prolongó a través de los tiempos y que sólo se zanjó de forma definitiva casi en los umbrales del siglo XX. Varias de las más esclarecidas mentes de occidente —naturalistas, médicos, viajeros, filósofos y eruditos— se ocuparon del unicornio y se pronunciaron en torno a su existencia: Cardano, Thevet, Conrad Gessner, Pierre Belon, Ulisse Aldrovandi, John Jonstonus, Thomas Browne, Gottfried Leibniz, el padre Feijoo, el barón de Holbach; incluso Cuvier, el padre de la paleontología. Todos ellos echaron su cuarto a espadas en el asunto del unicornio: quien negando su existencia con mayor o menor vehemencia; quien hallándola cierta o, al menos, probable; y quien poniéndose de perfil y procurando nadar y guardar la ropa, que es postura muy socorrida cuando no se sabe de qué lado van a rodar los dados y quién va a terminar soplando la resplandeciente trompeta de la victoria.

Había muchas razones que respaldaban la verosimilitud del unicornio; para empezar estaban los autores de la antigüedad que habían hablado de él —Focio, Plinio el Viejo, Claudio Eliano, Filóstrato, San Isidoro de Sevilla—; por otra parte estaba la insoslayable autoridad de la Sagrada Escritura, que mencionaba al unicornio en varios pasajes. No faltaban tampoco los testimonios de viajeros que aseguraban haberlo visto (Ludovico de Varthema, Vincent Le Blanc, Jerónimo Lobo) o haber obtenido noticias veraces de él en tierras lejanas (García de Horta, fray Luis de Urreta, sir Peter Wyche, etc.). La farmacopea también proporcionaba una sólida prueba a favor del animal: el cuerno de unicornio se tenía desde tiempo inmemorial como antídoto infalible contra cualquier clase de veneno y era reputado también como vigorizante sexual y remedio contra dolencias graves de diversa índole. Finalmente, muchos habían visto con sus propios ojos estos magníficos cuernos —piezas a las que se daba enorme aprecio y que a menudo eran obsequiadas a los príncipes y a los poderosos— en las colecciones y gabinetes de maravillas que comenzaron a popularizarse en las postrimerías del Renacimiento.

Obviamente, también había sobrados argumentos para dudar de su existencia: las descripciones del animal que proporcionaban las fuentes eran dispares cuando no abiertamente contradictorias; los propios autores antiguos habían mostrado dudas en torno a la fiabilidad de las noticias que transmitían; era muy posible que la idea del unicornio fuese resultado de una confusión con otros animales (en especial el rinoceronte, cuya imagen comenzó a ser difundida y reconocible en Europa a partir del siglo XVI).

La polémica, pues, estaba justificada. Con todo, no deja de resultar asombrosa la notable cantidad de opúsculos y obras dedicadas en exclusiva a dilucidar y esclarecer la materia unicórnica que salieron de las imprentas desde finales del Renacimiento hasta mediados del siglo XIX.

La primera de todas fue la del médico Andrea Marini que escribió un Discurso contra la falsa opinión del unicornio (Discorso contra la falsa opinione dell’Alicorno) publicado en Venecia en 1566 por Paolo Manucio. Marini militaba en el endurecido bando de los escépticos; sostenía que del unicornio no se tenía noticia cierta y que la desemejanza de las descripciones que de este animal proporcionaban las fuentes probaba que nadie lo había visto con sus propios ojos. Negaba también las virtudes atribuidas a su cuerno que achacaba a supersticiones introducidas por los árabes y argumentaba que era imposible que una misma sustancia pudiese contrarrestar todos los venenos, puesto que estos divergían enormemente en su naturaleza, en su manera de actuar y en la parte del cuerpo sobre la que operaban.

El inteligente escepticismo de las opiniones de Marini fue refutado por otro médico, un florentino que trabajaba para la curia pontificia llamado Andrea Bacci, que escribió, a su vez, un Discurso del unicornio, en el cual se trata de su naturaleza y de su excelentísima virtud (Discorso dell’alicorno, nel quale si tratta della natura dell’alicorno, e delle sue eccellentissime virtù), publicado en Florencia en 1573 y dedicado al serenísimo príncipe Francisco de Medici, gran duque de Toscana. El propósito confeso de Bacci al salir en defensa del unicornio era el de tranquilizar a los príncipes y notables que confiaban en las propiedades contra el veneno que se solían atribuir al cuerno del unicornio (no había un aristócrata o un gran prelado que no tuviese al menos uno por si las moscas). Bacci consideraba que poner en duda la existencia del unicornio y de sus maravillosos poderes era tanto como alentar a los envenenadores para que llevasen a cabo sus malvados planes sin temor alguno a que estos fuesen descubiertos y desbaratados. Paradójicamente, el patrocinador de Bacci, Francisco de Médicis, moriría envenenado años después; el cuerno de unicornio que poseía no debió surtir el efecto deseado.

Cerca de una década después, en 1582, se publicó en Paris un Discurso del unicornio (Discours de la Licorne), obra del cirujano francés Ambroise Paré. En su escrito, Paré expresó sus dudas de que tal criatura hubiese existido jamás, aun cuando la Biblia lo mencionase. También describió varios experimentos orientados a probar las famosas propiedades alexifármacas del cuerno, para los que se valió de escorpiones, sapos, etc., y en los cuales el cuerno de unicornio se había mostrado, a su juicio, perfectamente inútil para detener la acción de la ponzoña.

Un escritor anónimo se ocupó de contestar a Paré publicando en 1583 un panfleto con el expresivo título de Respuesta al discurso de Ambroise Paré sobre el uso del unicornio (Response au discours d'Ambroise Paré, touchant l'usage de la licorne). El anónimo antagonista de Paré le acusaba de meterse en camisas de once varas; a su juicio, no era más que un simple cirujanillo que se entrometía en serios asuntos de médicos y boticarios sin poseer los conocimientos adecuados (aunque oficiaba de médico personal de los reyes de Francia, Paré carecía de formación académica). Por si fuera poco y como quien no quiere la cosa le comparaba con Lucifer (se sospechaba que Paré profesaba en secreto el protestantismo). El anónimo autor concluía irónicamente su escrito dirigiéndose a Paré: “Tenéis licencia para no creer en nada, puesto que no lo podéis comprender; a cambio, no impidáis que los demás crean lo que les plazca”.

El boticario de Montpellier Laurent Catelan, un judío de ascendencia española, es el autor de Historia de la naturaleza, caza, virtudes, propiedades y uso del unicornio (Histoire de la nature, chasse, vertus, et usage de la lycorne) publicado en Montpellier en 1624. Catelan era un ferviente defensor de la realidad del unicornio y de las propiedades maravillosas de su cuerno, quizá porque poseía un notable gabinete de curiosidades cuya pieza estrella era —¡oh casualidad!— un verdadero cuerno de unicornio “de cinco pans de largo [aprox. 1,25 m] o poco menos, lo que corresponde a la descripción veraz del verdadero cuerno del unicornio dada por Plinio, Eliano, Marco Polo y otros. A saber: ser recto, de color negro, contorneado hacia el medio y con la punta muy afilada, teniendo en su interior una médula que parece marfil, cubierta de una corteza parecida al tocino”.

Un caso aparte en la literatura unicórnica es el de la familia Bartholin, un linaje de médicos daneses extrañamente obsesionado durante tres generaciones con este animal. El patriarca de la familia, Caspar (apodado “el viejo” para distinguirlo de su nieto) escribió en 1628 un opúsculo titulado Sobre el unicornio, sus afines y sucedáneos (De unicornu eiusque affinibus et succedaneis). Caspar mantuvo una actitud abierta, pero crítica: admitía la existencia del unicornio pero rechazaba las propiedades del cuerno porque no habían logrado demostrarse en las pruebas experimentales. Cualesquiera que fuesen las cuestiones que el viejo Caspar se dejase en el tintero en su pequeño ensayo, éstas debieron perseguir a su descendencia a partir de entonces. En especial a su hijo Thomas, reputado anatomista, médico privado del rey Cristian V de Dinamarca y además matemático y teólogo. Fue este Thomas Bartholin el que escribió el gran monumento de la literatura sobre el unicornio: Nuevas observaciones sobre el unicornio (De unicornu observationes novae). Un vasto tratado de casi 400 páginas publicado en 1645 que podía haberse muy bien titulado “Todo lo que usted quiso saber sobre los cuernos y nunca se atrevió a preguntar”. Cualquier cosa imaginable que tuviese la más ligera relación con el unicornio o los cuernos se aborda en esta obra de fatigosa erudición en la que hay citas de hasta 600 autores diferentes. El hijo de Thomas, Caspar “el joven”, el último unicornista de la estirpe, realizó una segunda edición de las Nuevas observaciones en 1678, corrigiéndola y ampliándola con varios grabados, entre ellos uno que representa —algo toscamente, eso sí— a un narval, animal que poco a poco iba dejando de ser otra bestia fabulosa de la que tan sólo existían rumores para convertirse en el mejor aspirante al título de verdadero unicornio.

Precisamente el alemán Paulus Ludwig Saachs escribió a finales del siglo XVII (1676) un extenso tratado dedicado a estos cetáceos que llamó Monocerología o disertación acerca de los genuinos unicornios (Monocerologia seu de genuinibus unicornibus dissertatio). Monoceros es la denominación griega del unicornio. Saachs afirmaba que todos los supuestos cuernos de unicornio que circulaban por Europa procedían, en realidad, de esta especie de ballena de los mares del Norte como, en efecto, era el caso. Para Saachs no existía otro unicornio que el narval, pero concedía que el cuerno (en realidad el “cuerno” del narval es un diente modificado) poseía algunas de las propiedades que tradicionalmente se le atribuían.

Para no extendernos más de la cuenta, dejaremos por el camino algunos otros títulos menores. Pero es importante dejar claro que la contienda sobre la existencia o inexistencia del unicornio se prolongó casi dos siglos más: en pleno siglo XIX —el siglo que alumbraría las teorías de Darwin y de Mendel, el siglo de las grandes exploraciones en las que apenas quedó un rincón del planeta sin recorrer—, aún se publicaban obras que alimentaban la controversia.

Así, en 1818 el médico y naturalista Pierre Joseph Amoreux escribió un Examen de la historia del unicornio por un naturalista de Montpellier (Revue de L'historie de la Licorne par un Naturaliste de Montpellier). La actitud de Amoreux frente al unicornio era ya la del escéptico moderno que contempla el asunto con cierto aire de suficiencia. Con todo, consideró necesario tomarse el trabajo de hacer una recapitulación de los diversos aspectos de la polémica a lo largo del tiempo y de los argumentos esgrimidos por los partidarios y detractores del unicornio para justificar su postura.

¿Había, pues, la ciencia reunido ya evidencias suficientes para liquidar definitivamente al unicornio y dictar un veredicto unánime en su contra? Ni hablar. En 1826 un destacado miembro de la Sociedad Linneana de Burdeos, el botánico Jean François Laterrade, se erigió en nuevo campeón de la facción unicornista y publicó en el boletín de aquella respetable institución científica una Refutación de la no existencia del unicornio (Notice en Réfutation de la Non Existence de la Licorne). El título ya anuncia una sutil transformación del terreno del debate, una inversión de la carga de la prueba: en opinión de Laterrade, los impugnadores de la existencia del animal no podían aportar nada concluyente en su contra. La tesis del botánico bordelés viene a ser que no había nada de intrínsecamente imposible, desde el punto de vista científico, en la anatomía del unicornio y que la ciencia moderna había demostrado que existen y existieron animales que con razón podrían reputarse tan asombrosos o más que el unicornio.

Todavía en 1853, ya inaugurada la segunda mitad del siglo, el naturalista germano Johann Wilhem Von Müller juzgaba el tema del unicornio lo suficientemente digno e importante como para dedicar su obra El unicornio desde el punto de vista histórico y científico (Das Einhorn von geschichtlichen und naturwissenschaftlichen Standpunkte betrachtet) al rey Federico IV de Prusia.

En fin, parece que el haber llenado tantos libros debiese abonar algo en favor del unicornio. Sin duda, alguno de aquellos escolásticos medievales de florido latín hubiese sabido construir un argumento ontológico-bibliográfico que acabase derivando de forma incontestable la existencia del unicornio de su sola presencia en las bibliotecas. En cualquier caso, valga este repaso bibliográfico para restaurar el prestigio intelectual del unicornio y para mandar al cuerno —nunca mejor dicho— a ese muñequito cursi que ha usurpado su nombre.





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