El misterio del farero imperturbable


    En un libro sobre la historia de los faros británicos publicado en 1891 encuentro una anécdota fascinante sobre el faro de Smalls. Los Smalls son unos islotes de roca basáltica que asoman en el mar a unas veinte millas de la costa galesa. En 1775 un comerciante y armador cuáquero decidió construir allí un faro, supongo que para favorecer la navegación de sus propios barcos. El proyecto era muy dificultoso y arriesgado porque los Smalls están mar adentro, alejadísimos de la costa y en una zona bastante expuesta a los temporales; de hecho, durante su edificación el equipo que trabajaba en la obra estuvo a punto de no contarlo.

El faro fue construido enteramente en madera de roble siguiendo el diseño ideado por un constructor de violines (¡!) de Liverpool llamado Henry Whiteside. Se trataba, en esencia, de una especie de cabaña octogonal sostenida por nueve colosales pilares de madera; sobre la cabaña estaba instalada la linterna, alrededor de la cual corría una especie de galería exterior. Al edificio únicamente se podía acceder a través de una rudimentaria escalera de cuerda.

El faro lo servían dos fareros. Con cierta periodicidad un barco enviado desde el litoral les llevaba suministros: comida y bebida, tabaco, aceite de ballena para alimentar el fuego del faro, etc.

En el año 1801 las malas condiciones meteorológicas interrumpieron el enlace con tierra y los fareros permanecieron aislados durante cuatro eternos meses. Lógicamente, el asunto despertaba enorme preocupación en tierra, puesto que existía el riesgo cierto de que los dos fareros pudiesen perecer de hambre o, como poco, de que se quedasen sin combustible y la linterna dejase de funcionar. Las condiciones de la mar impedían prestarles asistencia; con todo, algunas embarcaciones consiguieron acercarse lo suficiente para avistar el faro. Por fortuna, la linterna seguía barriendo las olas con su haz de luz, pero algo extraño estaba sucediendo; en la plataforma aparecía izado el banderín con la señal de socorro y a pesar del furioso temporal uno de los fareros permanecía en pie en la terraza exterior, en una actitud inusitada: erguido e inalterable como un soldado que estuviese haciendo guardia, salvo que de cuando en cuando les hacía señas con un brazo para que se aproximasen.

Al fin, una embarcación pesquera de la villa galesa de Milford consiguió llegar al faro y el enigma fue desvelado. Uno de los dos hombres había fallecido tres semanas antes; su cadáver había empezado a descomponerse y el hedor de la putrefacción en el habitáculo se había vuelto insoportable. Aún así, el farero superviviente no había querido deshacerse del cadáver arrojándolo al mar, porque temía que pudiesen acusarle de haber dado muerte a su compañero y deseaba que un examen forense le librase de toda sospecha. Así que con unas tablas improvisó un tosco bastidor o armazón que mantuviese el cuerpo firme y protegido y lo ancló fuertemente a la barandilla de la galería exterior del faro, donde el aire disipase el olor. Pero el intenso viento que azotaba el faro acabó arrancando las tablas que aseguraban uno de los brazos, que comenzó a agitarse a merced del aire. Aquel era el brazo que los marineros enviados a buscar noticias de los fareros habían visto moverse y hacerles signos de que se acercasen.

En fin, quizá fuera el viento el que movía el brazo...o quizá no: la soledad de ese faro en mitad del mar debía ser tan honda que es normal que hasta un muerto desease un poco de compañía.



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