El relojero y el rey




    La muerte de doña Bárbara de Braganza en agosto de 1758 sumió al rey Fernando VI en una profunda depresión, lo que con voz más castiza se llamaba entonces “melancolía”. Tratando de alejarse del bullicio de la corte, el monarca abandonó la capital y se recluyó en el palacio de Villaviciosa. El rey se hallaba en un estado físico y anímico deplorable. De hecho, no sobreviviría mucho a su amada esposa portuguesa dado que fallecería al año siguiente. Durante aquellos meses sombríos en Villaviciosa una de las pocas cosas que le proporcionaron al rey algún contento y distracción fueron unos maravillosos autómatas.

Eran obra de un relojero suizo llamado Pierre-Jaquet Droz, un joven inteligente y emprendedor que había abierto un taller en su ciudad natal, la localidad helvética de La Chaux-de-Fonds. Persuadido por su mecenas, el gobernador de Neuchâtel —el cual poseía importantes contactos en la corte española— Droz había viajado hasta Madrid con el proyecto de ampliar su clientela.

Llevaba con él seis refinados artefactos de relojería que pretendía presentar al monarca español: dos péndulos de carrillón, un elegante reloj-caja de música en bronce dorado, un mecanismo de movimiento perpetuo y dos autómatas.

El primero de esos autómatas era un jacquemart, uno de esos muñecos que marcan la hora golpeando una campana con un pequeño mazo o martinete. Este jacquemart recibía el nombre de “Le nègre”, pues representaba a un negrito que golpeaba un gong. Podía dar cualquier hora que se le pidiese y hacer cálculos matemáticos. En la base llevaba oculto un complejo mecanismo de imanes que permitían al relojero modificar los golpes de mazo que daba el jacquemart en función de la pregunta que se formulase al autómata. Droz se lo mostró al rey y realizó su pequeño truco delante del monarca, pidiendo en francés al muñeco que diese el resultado de cierta operación matemática, lo que el autómata hizo golpeando la campana con su mazo varias veces hasta completar la cifra que constituía el resultado de la operación solicitada. Pero cuando Fernando VI quiso probar suerte y preguntar él mismo al androide, Droz se encontró en un brete; hasta entonces la conversación con el rey había discurrido en francés, pero ahora el monarca había hecho su pregunta en español y Droz no conocía nuestro idioma. El muñeco permaneció inmóvil. El rey, extrañado, preguntó por qué el autómata no respondía a su pregunta. Droz fue lo suficientemente hábil para salir airoso del paso; contestó que el autómata llevaba muy poco tiempo en España y que aún no le había dado tiempo de aprender la lengua del país.

El segundo autómata constituía un auténtico prodigio de la relojería. Era el reloj al que llaman “Le berger”, el pastor. Consistía —consiste, porque aún se conserva en las colecciones reales— en un sofisticado mecanismo que incorpora funciones astronómicas, calendario, señala la estación del año, los meses, los signos del zodiaco, la salida y la puesta del sol, etc. Lo complementaban varios muñecos autómatas: dos amorcillos que se columpian en un balancín; una dama y un niño con un pájaro que asoman por sendos balcones bajo la esfera horaria y, por último, un pastor que está montado sobre la parte superior del reloj. El pastor, sentado a la sombra de un arbolillo, sostiene una flauta en la que puede tocar seis melodías distintas. A sus pies descansan un perro que guarda una cesta de fruta y una oveja; ambos, como el pastor, pueden emitir sonidos y ejecutar diversos movimientos.

También con este reloj realizó Droz su pequeña función teatral valiéndose de uno de los pequeños juguetes o trucos mecánicos que incluía el artefacto. Elogió al perrillo que estaba a los pies del pastor alabando su lealtad y el celo con que velaba de las propiedades de su amo. Como demostración, pidió al rey que tratase de coger una de las manzanas que había en el cestillo situado junto al perro. Al hacerlo, el perro se puso en movimiento y comenzó a ladrar con tal ímpetu que, al parecer, un spaniel que dormitaba en uno de los rincones del aposento del rey se incorporó alterado por los ladridos del perrito autómata y se puso, a su vez, a ladrar ferozmente.

Una versión apócrifa de la historia que circula y se recoge en muchas obras extranjeras, siempre dispuestas a regodearse con el supuesto oscurantismo español, señala que la teatral demostración de los autómatas de Droz le acabó creando problemas con la inquisición: algunos cortesanos y ministros de Su Majestad que habían sido testigos de la exhibición de los artefactos del suizo, persuadidos de que todo era cosa de brujería, habían informado al Santo Oficio. A causa de ello, el relojero se habría visto obligado a destripar los autómatas ante el inquisidor de la corte para demostrarle que todo el funcionamiento estaba basado en la mecánica y que no había artes diabólicas por medio. Pero nada de esto recoge el propio Droz en su correspondencia, ni tampoco su suegro, que le acompañó en el viaje y que escribió un diario de las experiencias que vivieron en nuestro país. Lo que sí cuenta Droz es que recibió muchas felicitaciones, entre ellas la del famoso castrati Farinelli. También habla del infantil entusiasmo que el rey había mostrado por sus autómatas. En una carta escrita a Jacinto Jover, su anfitrión en Madrid, le dice:

Vengo otra vez de ser llamado por Su Majestad, que me ha honrado con muchas muestras de bondad y él mismo ha puesto en funcionamiento los relojes más de cien veces con una sonrisa permanente en el rostro. La cosa no puede haber ido mejor.

El rey adquirió finalmente varios de los relojes de Droz por la generosa suma de dos mil doblones de oro y Droz pudo regresar a su patria enriquecido y prestigiado.

Dicen que Fernando VI, en aquellos días melancólicos del final de su reinado, acostumbraba a vagar por las noches por palacio en camisón. Uno lo imagina deslizándose en la sala donde estaban los relojes de Jaquet Droz y, poniéndolos en marcha, contemplarlos extasiado como un niño que mira sus juguetes la mañana de Reyes.






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