El verdadero Robinsón

 

    Hace un par de semanas terminé de leer una interesante biografía de Alexander Selkirk escrita en 1939 por el escritor y periodista londinense R.L. Mégroz. Como seguramente sabe el lector, Alexander Selkirk fue el pirata escocés que sirvió de inspiración a Daniel Defoe para su novela Robinson Crusoe (1719).

A causa de un altercado con el capitán de su barco, Selkirk fue abandonado —los ingleses dicen marooned, un término derivado del español “cimarrón”— en la isla de Juan Fernández, situada en el Océano Pacífico a casi 700 kilómetros de la costa chilena. Allí vivió en completa soledad durante cuatro años y cuatro meses hasta que fue rescatado por el corsario inglés Woodes Rogers en febrero de 1709.

Rogers describió su travesía en un libro que se publicó a su vuelta a Inglaterra, A Cruising Voyage round the World (1712). Fue el relato que Rogers hacía del hallazgo de este hombre extraño, cubierto de los pies a la cabeza con pieles de cabra, que casi se había olvidado de hablar y que se había organizado una existencia edénica en aquel pedazo de tierra escondido en medio del mar, el que despertó de inmediato la curiosidad del público y de los gacetilleros de la época, entre ellos Daniel Defoe. No hay pruebas concluyentes de que Defoe se entrevistara con Selkirk a su regreso a Inglaterra como sí hicieron otros periodistas. Pero cuando Defoe publicó su Robinson Crusoe corrió el rumor de que se había aprovechado de un diario escrito por el propio Selkirk y que éste le habría entregado para que lo diese a la imprenta.

Muchos aspectos sugestivos tiene la peripecia de Alexander Selkirk, pero me parece particularmente interesante el de su regreso a la civilización. Porque el drama del pirata escocés fue que, con el tiempo, había llegado a sentirse feliz en la soledad de su isla y su vuelta a la sociedad le resultó más traumática de lo que él mismo esperaba.

Tras su rescate, Selkirk entró a formar parte de la tripulación de Rogers —los otros marineros le llamaban zumbonamente “el Gobernador”, en recuerdo a sus días de único y solitario señor de la isla en la que le habían hallado—, y como miembro del contingente pirata de Rogers participó en diversos asaltos a navíos españoles en las costas americanas del Pacífico e incluso en un ataque, bastante fructífero en lo que a botín se refiere, a la población de Guayaquil.

Por fin, en octubre de 1711, Selkirk regresó a las islas británicas. Habían transcurrido ocho largos años desde que partiera del puerto de Londres a bordo del Cinque Ports, el barco que le dejó abandonado en la isla de Juan Fernández. Su participación en la expedición corsaria de Rogers le había granjeado una apreciable suma de dinero, por más que cuestiones legales aplazaron el pago de la totalidad de la parte que presuntamente le correspondía del botín.

Quizá por eso Selkirk se demoró en Londres y Bristol bastante tiempo, casi dos años y medio, antes de regresar a su hogar en Escocia: Largo, una localidad costera del condado de Fife. El reencuentro con su familia, según una noticia que se conservó durante varias generaciones en la localidad, posee un clímax emotivo y comunitario que parece sacado de una película de John Ford. Cuando Selkirk llegó a la casa paterna, la halló vacía. Era domingo y toda la familia había acudido a los servicios dominicales. Selkirk se dirigió, pues, a la iglesia. Al entrar nadie lo reconoció aunque, desde luego, no pasó inadvertido; venía vestido con elegantes ropas bordadas de encaje y muchas cabezas se volvieron disimuladamente durante el sermón del pastor para observar al recién llegado y hacer cábalas sobre quién pudiera ser aquel forastero y qué podía perdérsele en la iglesia de Largo. Pero Selkirk, sin hacer caso de la curiosidad de los parroquianos, miraba con insistencia hacia los asientos que ocupaban sus padres. Al fin, su madre, notándose observada, devolvió la mirada al forastero: al instante el rostro del hijo ausente desde hacía tantos años se dibujó en su pupila y profiriendo un grito, corrió a abrazarse a él en mitad de la ceremonia ante el asombro del resto de la congregación.

Pero a pesar del emocionante reencuentro, la vida familiar pronto defraudó a Selkirk. Los años de soledad en su isla le habían dejado una impronta más profunda de lo que él mismo quizá acertaba a comprender. Obligado por cuestiones de espacio a vivir con uno de sus hermanos y su esposa, Selkirk empezó a dar muestras de un temperamento taciturno y asocial. Rehuía a sus parientes, apenas lo veían más que cuando cruzaba silencioso hacia su cuarto al entrar o salir de casa. No frecuentaba el pueblo, sino que pasaba el día vagando por los senderos de la costa, triscando entre los peñascos y pescando crustáceos; un intento vano de reproducir su vida edénica en la isla. Incluso se construyó una especie de guarida en un pequeño collado que se alzaba a poca distancia de la casa de sus padres y allí se retiraba días enteros como un eremita en contemplación. Sin duda, en la penumbra de la cueva, oyendo el batir de las olas en los cercanos acantilados, le resultaba más fácil imaginar que se encontraba de nuevo en su isla perdida.

Los días de Selkirk en su Escocia natal terminarían tres años después. Enamorado de una muchacha a la que había conocido durante sus vagabundeos solitarios, la convenció para que se fugase de casa de sus padres y se marchase con él a Londres. Pero la vida de pareja no sosegó su espíritu ni consiguió acallar en su interior la llamada misteriosa del océano. Selkirk acabo abandonando a la joven y embarcando de nuevo. Más tarde contraería matrimonio con la dueña de una turbia fonda de marineros de Plymouth. Tampoco entonces logró permanecer alejado del mar mucho tiempo. Alistado en un buque de la Royal Navy, el Weymouth, Selkirk murió de fiebre amarilla frente a las costas de Guinea el 13 de diciembre de 1721. Su cadáver, tal y como prescribían las costumbres marineras de aquellos días, fue entregado a las olas.

Aunque hay una ingente distancia entre la costa occidental de África y la isla del Pacífico donde habitó Selkirk, concedamos por justicia poética que al menos alguna pequeña partícula de su cuerpo, arrastrada por piadosas corrientes marinas, llegó a depositarse al cabo del tiempo sobre las dulces playas de su añorada isla.






Comentarios

Entradas populares