Botica fabulosa



    Leía el otro día, en un libro que anda por mi biblioteca y del que no recuerdo bien cómo llegó allí, sobre las boticas monásticas españolas. La obra repasa brevemente la historia de muchos famosos monasterios y conventos de nuestro país, y se detiene dando noticia de la botica de cada uno de ellos, contando sus vicisitudes, reproduciendo en algún caso fragmentos de sus inventarios, dando los títulos de los libros que atesoraron: manoseados volúmenes del Dioscórides, de Teofrasto, de los Comentarios del doctor Laguna, etc. Habla por extenso también de los botámenes de las viejas farmacias frailunas y describe con profusión de detalles los albarelos, orzas, orcitas, frascos, redomas y pildoreros donde se guardaban las diversas sustancias y simples que se usaban para confeccionar los medicamentos. Muchos de estos recipientes, fabricados en finas porcelanas de Sevilla o de Talavera, llevaban escrito el nombre del ingrediente o medicina que contenían. Nombres que son una pura delicia para la fantasía: emplasto divino, triaca celeste, azúcar de Saturno, sello de Salomón, agua de la reina de Hungría, aceite de Agripa, sangre de dragón, sal de Marte... Otras denominaciones suenan menos evocadoras, pero no por ello dejan de suscitar asombro: cabeza de elefante, cuerno de ciervo, enjundia —o sea, sebo— de oso, de lobo, de víbora, de humano.

Con toda seguridad, dentro de esas frágiles porcelanas se escondieron también algunos de aquellos remedios maravillosos no sólo, o no tanto, por su denominación como por su misma naturaleza. Porque desde la antigüedad hasta bien entrado el siglo de las luces hubo una suerte de botica fabulosa, un conjunto de medicamentos estrambóticos cuya eficacia era comúnmente aceptada, aunque hoy nos suenen a disparate. Es el caso del cuerno de unicornio. Del unicornio hablé en una entrada reciente de este mismo blog; de cómo la existencia de este animal, aunque controvertida, nunca fue plenamente descartada hasta casi los umbrales del siglo XX. Y una de las razones fundamentales de esa creencia fue que el cuerno de unicornio formaba parte desde tiempo inmemorial del repertorio clásico de la medicina. Su prescripción, uso y propiedades estaban bien establecidas desde la antigüedad. Al cuerno de unicornio se le atribuían, sobre todo, propiedades alexifármacas, o sea, la de servir como antídoto contra todo tipo de veneno, pero también se usó, como es bien sabido, como remedio para la impotencia y como afrodisiaco. Papas, reyes, aristócratas y personajes encumbrados siempre lo tuvieron a mano, ya para evitar ser envenenados, ya para procurarse descendencia, ya para poder comparecer convenientemente armados en las dulces batallas del amor.

Otro de los extraños medicamentos que conoció un gran prestigio y difusión fue el bezoar, una piedra que supuestamente se formaba en las entrañas de una rara especie de cabra de la India y a la que también se atribuía virtud contra los venenos. Por ejemplo en el Lapidario de Alfonso X El Sabio leemos:

...su virtud es contra todo tósigo, tan bien con aquel que hace daño no matando como contra aquel que mata, y tan bien contra las ponzoñas que son de las cosas que nacen de la tierra, como de las otras que son de los animales. Y otrosí contra toda mordedura o herida querida que sea, de cualquier animal tosigoso.

Bastaba, además, una cantidad ínfima de polvo de bezoar para vencer la acción de un veneno, por pernicioso que fuese. En el Libro de las virtudes y propiedades maravillosas de las piedras preciosas (1605) Gaspar de Morales cuenta que el emir Miramolín de Córdoba se restableció de un envenenamiento con tres quilates de estos polvos, que es cada quilate el peso de cuatro granos de cebada.

En general a los cálculos que se formaban en el interior de toda clase de animales o a las piedras que se asociaban a ellos por hallarse en sus nidos o madrigueras siempre se les atribuyeron poderes curativos o fabulosos. Es el caso de la lapis chelidonius, que se formaba en el vientre de la golondrina y era buena contra la epilepsia; su virtud era mayor si la golondrina en cuestión era cazada al vuelo, sin que hubiese tocado tierra. El estelión, una piedrecilla que en ocasiones aparecía dentro de la cabeza de algunos sapos viejos era otro inmejorable antídoto contra la ponzoña. De la alectoria, que se criaba en el buche de los gallos, aseguraba Plinio que dotaba a los atletas de vigor invencible. Por su parte, la aetites o piedra águila únicamente se hallaba en los nidos de las águilas y siempre en número par, piedra macho y piedra hembra, aunque ambas eran de semejante provecho para facilitar los partos.

También hubo extrañas plantas de propiedades prodigiosas. Por ejemplo la hierba baaras, que según autoridad de Flavio Josefo crecía en el valle de Maqueronte, cerca del mar Muerto, y cuya recolección exigía tomar algunas extravagantes cautelas —por ejemplo, regarla primero con la orina de una mujer menstruante— porque de otro modo quien la arrancaba perecía. Poseía gran virtud para curar a endemoniados y lunáticos.

Pero, en mi opinión, la más insólita de las medicinas quizás haya sido la momia. Los preparados con polvo de momia egipcia, ya para ingerir en forma de brebaje, ya como ingrediente de bálsamos y ungüentos formaron parte del elenco farmacológico europeo desde la Edad Media hasta tiempos no tan lejanos. Y eso a pesar de que su eficacia ya fue cuestionada por lo menos desde el siglo XVI. Y no sólo se pusieron en duda sus efectos, sino su misma procedencia. Porque la extraordinaria demanda de la momia acabó generando un mercado de falsificadores sin escrúpulos que mediante ingeniosas preparaciones conseguían hacer pasar cualquier pedazo de difunto reciente por auténtico y milenario faraón del Nilo. Por esa razón, el buen producto —la carne de momia con denominación de origen, como quien dice— se empezó a rotular en las boticas como “Verdadera momia”: Mumia Vera o Mumia Vera Aegyptiaca.

Quién sabe cuántos faraones, cuántos príncipes y princesas del Nilo, cuántos escribas y sacerdotes fueron arrancados de su silencioso reposo subterráneo para acabar disueltos en la pócima que se daba a beber al epiléptico, al gotoso o al reumático. Uno imagina que el ka, el alma errante del antiguo morador de las pirámides, andaría confundida en su nuevo alojamiento, rodando a trompicones por los conductos del enfermo, pasadizos estos mucho más estrechos e intrincados que los acostumbrados suyos de los hipogeos y las cámaras mortuorias. Acaso después de muchas vueltas y revueltas conseguiría que la liberasen sobre un orinal o a la discreta sombra de alguna tapia.





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