Entrevista con una ballena

 


    Unos días antes de Navidad —no era, pues, el dichoso día de los inocentes— leía en algún periódico de internet que, por primera vez, un equipo de científicos de una universidad californiana ha conseguido mantener un diálogo con una ballena. La entrevista ha durado apenas veinte minutos; se ve que las ballenas dispensan el tiempo de sus audiencias con la cicatería de un primer ministro. Pero que yo sepa no han trascendido los asuntos que se han tratado, ni por qué han elegido las ballenas este momento para iniciar la interlocución con la especie humana. Quizás piensen que las campañas de Greenpeace han pasado de moda y hayan decidido ocuparse ellas mismas del marketing; de «fabricar el relato», como se dice ahora.

En tiempos históricos la ballena tuvo siempre mala prensa. Ya no hablo de Leviatán, trasunto acuático del maligno, porque no está claro si Leviatán era ballena o dragón marino. Pero ahí está la ballena que se tragó a Jonás, la cual tampoco le iba a la zaga a Leviatán en cuanto a atributos maléficos; y también Jasconius, la ballena descomunal y colérica sobre la que al confiado san Brandán, el abad navegante de la leyenda irlandesa, se le ocurrió celebrar misa; y, por supuesto, Moby Dick, el cachalote blanco que se llevó a las profundidades al capitán Ahab y a toda la tripulación del Pequod, incluido Ismael, el narrador de la novela de Melville, al que el autor tuvo que salvar in extremis para que la congruencia de la historia no se fuese a pique en la última página. Tal vez por eso el narrador arranca la novela diciendo aquello de «Llamadme Ismael», un poco inseguro de su propio nombre, como si estuviera palpándose el alma porque no se acaba de creer que hubiese salido a flote.

Digo, entonces, que desde Jonás, que comparó el vientre de la ballena con el infierno (te llamé desde el seno del averno y me escuchaste; Jon, 2, 3), la ballena se vino considerando una criatura diabólica. Por lo menos hasta que llegó el comandante Cousteau y nos enseñó que las ballenas cantaban. Y ya se sabe que la música es un atributo divino y nada que sea musical puede provenir del reino de las tinieblas. Cousteau fue algo así como el san Francisco de Asís de los cetáceos, el que nos convenció de que las ballenas eran musicales, y por tanto, criaturas del Señor.

Con Cousteau, pues, supimos de las canciones de las ballenas, pero estábamos convencidos de que eran sólo música: lánguidos temas instrumentales a base de notas prolongadas y quejumbrosas, algo así como Kenny G en versión submarina. Pero ahora que nos aseguran que las ballenas son capaces de entablar diálogo con los humanos, habrá que pensar que las canciones de las ballenas también llevan letra, y que pueda haber cetáceos que rivalicen con un Sabina o con un Serrat. Eso sí, no le cantarán al cálido Mediterráneo, sino a alguno de los helados mares donde tienen su hogar:

Qué le voy a hacer, si yoooooo

nací en el océano Ártico

nací en el océano Ártico...










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