Un libro de dragones

 

    A más de uno esto de un libro de dragones le sonará a una cosa sacada de Juego de Tronos. Acaso piense que se trata de algún misterioso códice que se hallaba en poder de la casa Targaryen y cuyos miembros se traspasaban secretamente de generación en generación para asegurarse el dominio sobre sus monstruos alados. No sé si decepcionaré al lector si digo que este libro del que hablo no estuvo nunca en las bibliotecas de Rocadragón ni en las de Desembarco del Rey, sino que se imprimió en la más terrenal y prosaica ciudad de Bolonia en el año del Señor de 1640. Su título completo es Serpentum et Draconum Historiae Libri Duo (Historia de las serpientes y los dragones en dos libros) y es obra póstuma del eximio naturalista y coleccionista boloñés Ulises Aldrovandi (1522-1605), revisada y dada a la imprenta por su discípulo Bartolomeo Ambrosini.

Parece que la idea original de Aldrovandi era que el libro se llamase Dracologia, título sin duda más redondo y sonoro que el que le plantó su colaborador Ambrosini. La obra es un centón tejido de materiales diversos. Aunque Aldrovandi es considerado uno de los fundadores de las ciencias naturales, en su visión de la naturaleza, propia de un hombre de su tiempo, conviven sin contradicción la descripción anatómica de ejemplares —poseyó una de los más espectaculares museos de su tiempo, con cerca de 18000 especímenes del reino mineral, vegetal y animal—, con la noticia espigada de los autores de la antigüedad, la digresión etimológica, la interpretación alegórica, la cita bíblica o la fábula mitológica.

Entre los especímenes de dragón que se estudian en la obra de Aldrovandi están el basilisco, la hidra, el dragón pitio o el dragón de Etiopía. Como no podía ser de otra manera, ocupa lugar preeminente el dragón de Bolonia. Porque Bolonia ha dado al mundo algo más que una prestigiosa escuela de juristas y una popular y socorrida manera de preparar los espaguetis; ha sido el lugar donde apareció y se dio caza a uno de los más estrambóticos dragones que han hollado la tierra, o en palabras de Aldrovandi, animal conspicatus rarissimum, nec umquam in Italia, immo, nec in Europa visum. Y sabía de lo que hablaba pues el dragón boloñés, convenientemente disecado, constituía una de las piezas estrella de su museo.

De acuerdo con la historia que refiere Aldrovandi, a mediados de mayo de 1572, a poca distancia de los muros que circundaban Bolonia, en los campos por donde corre el arroyo Savena, un campesino que pasaba por el lugar conduciendo un carro de bueyes advirtió que sus animales se detenían al llegar a determinado punto y se negaban, por mucho que los aguijase, a seguir adelante. Buscando cuál pudiera ser la causa de la obstinada renuencia de los bueyes reparó, espantado, que en el camino un pequeño dragón bípedo y sin alas, con gesto amenazador y ademán de saltar al ataque en cualquier momento, cortaba el paso de su carro. El campesino no era precisamente un caballero revestido de rutilante armadura, pero no le faltaban los arrestos de un San Jorge: lejos de acobardarse ante el monstruo, con la misma vara de aguijar los bueyes le pegó un estacazo que lo dejó tieso allí mismo. El suceso fue reportado al senador boloñés Orazio Fontana, quien dispuso que los restos de la extraña bestia fuesen entregados a Ulises Aldrovandi para que los exhibiese en su colección. Aldrovandi los disecó y además hizo que los dibujasen del natural. La ilustración que acompaña a esta entrada es, ni más ni menos, el grabado del dragón de Bolonia que figura en la obra que nos ocupa.

Aldrovandi era muy riguroso con los dibujos y por ello se puede confiar plenamente en que la ilustración se corresponde con toda exactitud con el ejemplar que atesoraba en su museo. En la actualidad hay consenso en que semejante criatura nunca pudo estar realmente viva y que su cuerpo era una elaborada falsificación. El análisis del dibujo y de la detallada descripción que suministra el naturalista boloñés, revela, según los que saben de estas cosas, que el dragón de Bolonia estaba confeccionado probablemente a partir de tres animales distintos: una culebra collarada (Natrix natrix), una carpa (Cyprinus carpio) y un sapo (Bufo bufo). Afirman que Aldrovandi tuvo que percatarse de que los restos que le habían facilitado eran una amalgama de trozos de animales cosidos con raro primor, pero que prefirió hacerse el sueco por no meterse en política y delatar a gente poderosa que podía perjudicarle seriamente.

Y es que el propósito de la falsificación parece que iba mucho más allá de engañar a los ingenuos y contenía un deletéreo mensaje en clave política. El quid del asunto hay que buscarlo en la fecha en que, presuntamente, se había aparecido el dragón en los caminos del agro de Bolonia: el 13 de mayo de 1572. Esa fue también la fecha en la que, a cientos de kilómetros de allí, en Roma, una humareda blanca que ascendía desde la chimenea vaticana anunció que un ilustre ciudadano boloñés, el viejo Ugo Buoncompagni, había sido elegido por el Cónclave cardenalicio como nuevo ocupante de la silla de San Pedro. Los Buoncompagni llevaban en el escudo familiar la figura de un dragón, símbolo de su entronque dinástico con los Dragoni, una estirpe noble procedente de Sajonia que se había establecido en la península italiana durante la Edad Media. Aunque la rama de los Buoncompagni se había cambiado el nombre al desgajarse del tronco principal, seguía conservando el dragón en las armas familiares.

Los enemigos del nuevo Papa habrían, pues, urdido la repentina manifestación de aquel dragón en su ciudad natal como signo ominoso de un papado maléfico y corrompido. Era tanto como proclamar que el anciano Buoncompagni era el dragón del que habla el Apocalipsis “Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero” (Apocalipsis, 12,9).

No es cosa de discutir aquí si tenían o no razón. Pero, en cualquier caso, acordaos del viejo dragón boloñés cuando miréis el calendario que cuelga en los azulejos de vuestra cocina, porque a Ugo Buoncompagni, que gobernó la Iglesia con el nombre de Gregorio XIII, le debemos el calendario actual. Y bien mirado, ¿no hay algo sutilmente diabólico en eso de contar cómo los días, los meses y los años se van devorando unos a otros?




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