Noticia de la Taprobana
Hay geografías cuyos contornos no están delimitados con meridianos y paralelos, sino dibujados con el trazo evanescente de las fantasías y las esperanzas o los temores de los viajeros. Tierras que ni la brújula ni el GPS aciertan ahora a encontrar y a las que únicamente se puede arribar siguiendo la estela de tinta que dejaron en las páginas de viejas crónicas o en antiguas cartas de navegación: Tule, Antilia, Pancaya, Rupes Nigra, Cíbola, el reino del Preste Juan... la lista es extensa.
De entre estas geografías quiméricas, tengo predilección por la Taprobana. Quizá recuerde el lector aquel pasaje del Quijote donde dos formidables ejércitos —en la prosaica realidad, dos rebaños de ovejas— se encuentran en la llanura manchega prestos a entrar en combate: uno de ellos lo encabeza el paladín cristiano Pentapolín el del arremangado brazo; el otro, el furibundo mahometano Alifanfarón, “señor de la grande isla Trapobana”. Algunos capítulos después vuelve Cervantes a echar mano de la Taprobana. Lo hace para situar el imaginario reino de Candaya, “que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín”; lo que era tanto como ponerlo en aquel exótico cuadrante de los antiguos mapas donde pululaban las serpientes marinas y se miraban al espejo las sirenas.
Hoy se ha convertido en un lugar común el señalar a Ceilán —Sri Lanka, dicen los cursis— como heredera legítima de la Taprobana de los antiguos cosmógrafos, aunque esto no esté tan claro como nos quieren hacer creer. Y es que desde que las navegaciones portuguesas del siglo XVI abrieron a Occidente la ruta de las lejanas Indias Orientales siempre ha existido controversia sobre el asunto. Para unos Taprobana era Ceilán; para muchos otros, la isla de Sumatra. Yo no quito ni pongo rey, sólo diré que el debate todavía colea y que incluso hace relativamente poco (2019) se ha publicado un libro que se propone demostrar que Taprobana no fue ni Ceilán ni Sumatra, sino la isla de Borneo.
En mi humilde opinión, lo que sucede es que Taprobana es una quimera, un espejismo geográfico nacido de la agregación de informaciones sobre remotos reinos del océano Índico llegadas a occidente a bordo de los barcos del comercio especiero. Parece un ejercicio ingenuo pretender encajar toda esta maraña de nociones variopintas —algunas verosímiles, otras decididamente fantasiosas— en unas coordenadas concretas del mapa.
Un sabroso muestrario de las noticias que circularon en su tiempo sobre la isla Taprobana lo encontramos en una obra del siglo XVI, el insulario de Tomaso Porcacchio da Castilione titulado L'isole piu famose dil mondo (1576). En el capítulo que dedica a la Taprobana, Porcacchio reúne retazos de diversas narraciones acerca de la legendaria isla espigadas de autores antiguos como Megástenes, Onesicrito, Estrabón, Solino, Ptolomeo, Plinio el viejo, Diodoro Sículo y de algunos medievales como el viajero Nicolo di Conti.
De estos, sólo Nicolo di Conti afirmó haber estado en la isla; por la contra, los autores de la antigüedad siempre manejaron testimonios de segunda mano, aunque se cuidaron de identificar su fuente, acaso porque pensaban que la extrañeza de cuanto iban a referir exigía una garantía de añadidura. Plinio sitúa el origen de sus datos en el testimonio proporcionado por unos embajadores taprobanos que visitaron Roma en tiempos del emperador Claudio; asimismo, se vale del relato de un recaudador de impuestos, el liberto de un tal Annio Plocano, que se dedicaba a cobrar gabelas en el mar Rojo y cuya embarcación fue arrastrada por un temporal desde las costas de Arabia hasta la isla Taprobana (¡adónde no llegará Hacienda!). Diodoro Sículo, por su parte, atribuye sus informaciones a un mercader griego llamado Iámbolo, al que también las olas empujaron a las playas de la misteriosa isla.
Todo en Taprobana conduce al asombro, empezando por la bóveda celeste. Allí el sol hace el camino inverso en los cielos que en occidente y por consiguiente arroja su sombra de modo también opuesto; las fases lunares también aparecen alteradas y, además, en el cielo nocturno no es posible ver la estrella polar, y es, en cambio, la estrella Cánopo el astro que fulgura con más fuerza. (Este último dato, por cierto, demostraría que la isla Taprobana se encontraba en el hemisferio sur y descartaría, por tanto, la hipótesis de que fuese Ceilán, ya que éste se encuentra al norte de la línea del ecuador y desde allí puede contemplarse aún la estrella polar).
La descripción física de la isla que proporciona el insulario de Porcacchio es confusa, puesto que los autores que maneja no acaban de ponerse de acuerdo ni en sus dimensiones ni en los detalles geográficos. Los accidentes naturales más destacados los conforman un cierto número de bahías y buenos puertos, un gran lago interior denominado Megisba y dos corrientes fluviales, el río Palesimondo y el Cidara, que partiendo de este lago discurren en sentidos opuestos, sur y norte.
También resultan algo contradictorios los datos que se recogen sobre la población. Se afirma, por un lado, que en la isla existen diez reinos, aun cuando sólo se nombran ocho: Pedir, Pazem, Achem, Campar, Menancabo, Zunda, Andragide y Auru. Por otro lado, se habla de dos poblaciones humanas diferenciadas: una en la costa, constituida por lo que el autor llama genéricamente “moros” y otra de salvajes antropófagos en el interior. No faltan datos sobre la economía y los principales recursos de la isla: oro —se hallan grandes pepitas en los ríos sin necesidad de cavar la tierra—, elefantes —mejores y mayores que en cualquier otro lugar del mundo—, pimienta, alcanfor y frutas, entre ellas el duriano “una fruta parecida a las sandías que los venecianos llaman angurie”. Algunos datos sobre los usos comerciales de los taprobanos son bastante curiosos, como el que se nos ofrece acerca de los pueblos caníbales del interior, que al parecer practicaban la forma más genuina de “capitalismo salvaje” que haya existido:
"usan los cráneos humanos como moneda, ofreciendo uno, dos o tres por las mercancías que desean adquirir, según su valor; de modo que quien atesora más calaveras es considerado el más rico".
Como cabía esperar, las características físicas de los taprobanos son también inusuales: son mucho más gallardos y altos que los griegos, miden más de cuatro codos —o sea, rondando el metro noventa— y todos son pelirrojos y de ojos azules. Viven 150 años con buena salud, porque la enfermedad está proscrita entre ellos, al extremo de que al que se rompe un brazo o una pierna lo sentencian a muerte. Tienen la voz áspera —tal vez su idioma no sonaba muy melodioso a los oídos occidentales— pero pueden imitar cualquier voz o sonido que deseen. Diodoro Sículo es el autor que aporta las noticias más maravillosas, algunas de las cuales admite Porcaccio “no se pueden contar sin reírse”. Por ejemplo, dice Diodoro que los taprobanos tienen la lengua bífida, partida en dos mitades hasta la raíz y que este singular rasgo anatómico les permite sostener dos conversaciones distintas a un tiempo, lo cual hacen con toda naturalidad, hablando y contestando simultáneamente cosas diferentes a cada uno de sus interlocutores sin perder el hilo.
Uno piensa en esto que cuenta Diodoro Sículo y se pregunta si algunos de nuestros políticos no serán, después de todo, descendientes de estos taprobanos de lengua doble.
Considero a la originalidad un gran valor, aunque escaso.
ResponderEliminarY sobre ella te envío mi enhorabuena.
Saludos
¡Muchísimas gracias, Ana María!
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