Diplomacia paquidérmica

 

    Hubo, en tiempos, una diplomacia que se podría muy bien llamar paquidérmica. Elefantes y rinocerontes fueron empleados como obsequio para reforzar lazos dinásticos, sellar pactos y concertar alianzas de estado. Quizá el primer precedente de esta singular manera de política exterior lo sentó Harún al-Rashid, el legendario califa de Las mil y una noches, que regaló a Carlomagno un hermoso elefante, tal vez el primero que se vio en Europa desde los tiempos de Aníbal. Eso, al menos, cuentan las crónicas carolingias, por ejemplo la Vita Caroli Magni de Eginardo:

Con Aaron, el rey de los persas, tuvo [Carlomagno] tan armoniosa amistad que el rey persa la ponía por delante de la de todos los reyes y príncipes del mundo y afirmaba que sólo ésta merecía cultivarse con presentes y títulos...unos años antes le había enviado, a solicitud suya, un elefante, que entonces era el único que tenía.

Pero en el siglo XVI fue la corte lisboeta la que se convirtió en el centro difusor de esta sutil diplomacia de los paquidermos. Los enclaves portugueses de la India aseguraban el suministro de estos formidables embajadores. José Saramago escribió una entretenida novela —El Viaje del Elefante— sobre la travesía de Salomón, el elefante que el monarca portugués Joao III mandó a su primo el archiduque Maximiliano de Austria.

Pero antes que Salomón, estuvo Anón (o Hanón), el elefante blanco que Manuel I de Portugal regaló al papa Medici León X. Anón provenía del principado indio de Cochín. El virrey portugués Alfonso de Albuquerque lo remitió desde Goa a la corte de Lisboa a finales de 1510. Tres años después, el monarca lusitano decidió obsequiárselo al papa León X para felicitarlo por su reciente elección.

El elefante y otros suntuosos presentes partieron por mar en ruta al Mediterráneo. La nao cruzó el estrecho e hizo escala en Alicante, Ibiza y Mallorca. Finalmente, tras desembarcar en el pequeño puerto toscano de Ercole, Anón entró, a mediados de marzo de 1514, en la ciudad de Roma a la cabeza de un desfile triunfal. Llevaba los lomos ceñidos por ricas gualdrapas y sobre la grupa un palanquín que figuraba una torre de plata y perlas. Cuentan que cuando estuvo ante el Papa, que le esperaba asomado en una de las ventanas inferiores del Castillo de Sant'Angelo, el animal dobló graciosamente la rodilla tres veces en señal de respeto y que, acto seguido, sorbiendo con la trompa el agua de un balde colocado para la ocasión, roció a toda la concurrencia, pontífice incluido: “borrifou muitos Cardeaes e outras pessoas de calidade” escribió el cronista luso del siglo XVI Damião de Gois.

Lejos de afrentarse, León X quedó entusiasmado con el elefante y en adelante lo amó tan tiernamente como un niño puede querer a una mascota; le hacía desfilar los días de fiesta y le construyó junto al palacio apostólico un establo especial para él, donde podía visitarlo a placer. Este recinto llegó a ser conocido como Borgo dell'Elefante. Uno imagina al Papa, en las calmas y calurosas tardes romanas, cruzando la corta distancia que separaba su palacio del establo del animal como un crío que acude al circo; ofreciéndole golosinas de su mano y aplaudiendo entusiasmado al verlo bailar. Porque Anón tenía, según testimonios de la época, un don especial para el baile que fascinaba a las multitudes: “danzava con tanta grazia e tanto amore che difficilmente un uomo avrebbe potuto ballare meglio”.

La habilidades y, sobre todo, la colosal anatomía de Anón no sólo constituyeron motivo de asombro y maravilla para la curia vaticana y para los habitantes de Roma, también desataron una especie de furor artístico por retratar y esculpir al animal: Rafael lo dibujó al menos en dos ocasiones; también su discípulo Giulio Romano; otros aprendices y colaboradores del genio de Urbino lo representaron a la sombra de una palmera en la Creación de los animales del Palacio Apostólico. Giovanni de Udine lo esculpió en la llamada Fuente del elefante en el jardín del Palazzo Madama. Giovanni Barile lo talló en taracea en una puerta de la Stanza della Segnatura en el apartamento vaticano de León X. Y la marquesa de Mantua, Isabel del'Este, que probablemente visitó al animal en Roma, también lo hizo retratar en el salón de Psique y Eros de su palacio mantuano.

Hablando del clima de la Ciudad Eterna decía aquel embajador nuestro del Siglo de Oro, Diego de Saavedra Fajardo, que la abundancia de fuentes y la presencia del río “y el ser el sitio bajo y cercado de montes y la vecindad del mar” hacían “el aire bien húmedo y el sitio no muy sano”. Estas humedades romanas debieron pasarle factura al elefante, que algo más de dos años después de su llegada a la urbe enfermó gravemente de anginas. Dicen que el Papa León no se apartaba un minuto del doliente animal; que hizo traer a los mejores médicos, que procuraron restablecer al elefante con supositorios e inyecciones de oro. Pero nada pudo salvar a Anón. El Papa, desolado, escribió de su puño y letra un epitafio en el que ponía voz a su adorada mascota: “Sobre esta alta colina yazgo enterrado, poderoso elefante que el rey Manuel, habiendo conquistado el oriente, envió al Papa León X” y entre cuyas líneas no pudo esconder su contrariedad por la temprana muerte del animal en un verso que suena demasiado pagano incluso para un papa renacentista: “La Parca, envidiosa de mi residencia en el bendito Lacio, no tuvo la paciencia de dejar que sirviese a mi amo ni tres años completos

Como último homenaje el pontífice encargó a Rafael que retratase a su elefante en un fresco a la entrada del Vaticano. La pintura, hoy desaparecida, pero de la que se conserva un boceto, representa a Anón y a su domador o cornaca sentado a horcajadas sobre su cuello.

Examinando el boceto uno se pregunta si aquel poderoso mecenas del Renacimiento, el papa León, no envidió secretamente el oficio del humilde domador, y si no sentiría alguna vez la tentación de recorrer él mismo las calles de Roma encaramado en el grueso pescuezo de su elefante blanco como un nuevo y triunfal Aníbal.





Comentarios

Entradas populares