El marqués alado

 

    De un bisabuelo mío he oído contar que se fabricó unas alas y encaramado en un alpendre trató de volar con ellas. Esto sería, conjeturo, allá por el mil ochocientos ochenta y tantos, cuando la única forma en que un hombre podía elevarse por los aires era aún la de meterse en la endeble canastilla de un globo. No sé en que paró el experimento, pero sospecho que no debió salir bien, porque mi bisabuelo abandonó por entero su interés por la navegación aérea, sentó plaza en Infantería y pasó el resto de su vida con los pies firmemente asentados en la tierra.

Mi bisabuelo no fue el primero ni tampoco el último que fracasó en el empeño de disputarle el cielo a los pájaros, pero su audacia no trascendió; quedó confinada en la humilde, vaga y perecedera memoria familiar. De haber dado más publicidad a su empresa, quizá hubiera pasado a la historia como un quimérico pionero de la aviación.

Esto fue precisamente lo que le sucedió, en el siglo dieciocho, a un excéntrico caballero normando, Jean-François Boivyn de Bonnetot, marqués de Bacqueville.

Este Bacqueville era un aristócrata que había adquirido celebridad en París por sus continuas extravagancias. Las anécdotas sobre sus ocurrencias corrían de boca en boca: que si había pretendido probar la fidelidad de su mujer haciéndola caminar descalza sobre vidrios rotos como en una ordalía medieval; que si había puesto a prueba el coraje de su hijo pequeño suspendiéndolo en el aire desde una ventana como hiciera Quinto Popedio Silo con Catón cuando este era niño. Era conocida también su estrambótica afición a los caballos. Poseía varios ejemplares y acostumbraba a pasar largo tiempo en sus establos con ellos. No pocas veces, relegando a sus propios mozos de cuadra, los alimentaba y almohazaba él mismo, hablándoles como si fuesen unos hijos queridos. Pero el afecto que sentía por sus animales no le impedía, de cuando en cuando, hacerles alguna tropelía. Se contaba que había sacrificado a uno de ellos por el mero placer de diseccionarlo y estudiar su anatomía. Otra de sus más sonadas extravagancias fue que, en cierta ocasión, enojado con uno de sus caballos, lo hizo ahorcar a la entrada de su mansión y todos los días obligaba a pasar por allí al resto de sus compañeros de cuadra para que la visión de su antiguo congénere, aliñada con los discursos admonitorios del marqués, les sirviera de escarmiento.

En fin, este el individuo y estos eran sus antecedentes. Se comprenderá que cuando en 1742 el marqués anunció a bombo y platillo que se disponía a cruzar los cielos de París, lanzándose desde los tejados de su mansión parisina del Quai des Theatines (hoy Quai Voltaire) para aterrizar luego del otro lado del Sena, en el Jardín de las Tullerías, toda la ciudad sin excepción acudiese a la cita. Gentes de todos los estamentos sociales se mezclaban, casi codo con codo, en las dos orillas del río con la mirada fija en la terraza de la morada de Bacqueville, en la esquina de los Teatinos con la calle des Saints-Pères. Allí se veían carrozas de paseo junto a rústicos carretones alfombrados de paja, lustrosos tricornios al lado de chapeos grasientos de alas roídas, elegantes pelucas à marteaux cuidadosamente empolvadas y lazadas con seda, a la vera de hirsutas pelambreras humeantes de piojos. Y todas aquellas cabezas estaban alzadas, la mano haciendo de visera sobre las frente, los ojos intentando escudriñar lo que ocurría en la azotea de la casa de aquel vieux fou, aquel aristócrata lunático que con sesenta años había pregonado que iba a volar sobre París.

A la hora indicada, compareció en la terraza del suntuoso edificio el marqués en el más estrafalario equipo que hubiera podido concebirse. Aunque los testimonios de la época hablan de “unas alas como las que les pintan a los ángeles”, lo cierto es que el aspecto del marqués era, si acaso, más parecido al de una grotesca mariposa: cuatro enormes alas en forma de raqueta forradas con tela y fijadas a brazos y piernas. A su lado, pertrechado de la misma forma y con el rostro visiblemente descompuesto, su valet de chambre. Tras saludar al público, el marqués se dirigió a su ayuda de cámara conminándole a que, abriendo paso a su señor como exigía la etiqueta, saltase el primero; pero el criado, inmovilizado por el miedo, se negó en redondo a acercarse siquiera al bordillo de la azotea. Finalmente el marqués, voceando desde las alturas que un señor siempre debía dar ejemplo a su servidumbre, cogió impulso y se arrojó al vacío. Tras los iniciales gritos de espanto, la multitud boquiabierta lo vio planear grácilmente sobre el Quai des Theatines y durante unos instantes el milagro del hombre volador pareció posible. Pero, entonces, una de las aparatosas alas perdió una de las piezas que permitían su accionamiento y el marqués se desplomó desde las nubes como un pichón alcanzado por el disparo de un cazador. Un chillido unísono de pánico se extendió por ambas orillas del Sena y sus ecos, repetidos por las fachadas de las calles que discurrían perpendiculares al río, irradiaron la conmoción del público asistente por todo el centro de París. Una barcaza que surcaba morosamente las aguas del río recibió el impacto de aquel Ícaro dieciochesco que había osado desafiar la ley de la gravedad. El marqués pudo haber perdido la vida, pero sólo se rompió una pierna. La barcaza pertenecía a una lavandera, así que tuvo la fortuna de que un montón de ropa sucia amortiguase su caída. Una vez que la muchedumbre comprobó que el marqués se movía, abandonado el enmudecimiento que había impuesto la intuición de un desenlace fatal, prorrumpió en una tormenta de risotadas y abucheos inmisericordes. Tomates, coles y otras variadas hortalizas volaron desde los pretiles del Sena tratando de hacer diana en el marqués.

Pero no todos los asistentes estaban de acuerdo en escarnecer a aquel “viejo loco” de Bacqueville porque hubiera fracasado en su intento. Entre la multitud se encontraba, sin ir más lejos, un joven filósofo ginebrino que había llegado a París hacía poco. Se llamaba Jean-Jacques Rousseau y por aquellos días compuso una de sus obras menos conocidas, Le nouveau Dédale (El nuevo Dédalo), un pequeño opúsculo en el que defendía que el ser humano conseguiría pronto, empleando su ingenio, adueñarse de los cielos tal como había hecho ya con la tierra y los océanos.

Sin duda con la imagen aún fresca en la retina del marqués de Bacqueville batiendo las alas en el cielo parisino —inverosímil pájaro de camisa de encajes y rizada peluca— Rousseau escribió en su ensayo estas líneas que parecen reivindicar el loco empeño del aristócrata volador:

[...] Si es a través de consideraciones semejantes como hombres de ingenio han intentado en diferentes épocas y de diversas maneras abrir una nueva ruta en los aires, tan nobles intenciones deberían justificar incluso el proyecto más quimérico. Un mal hombre no es menos condenable si consigue tener éxito en una empresa malvada por medios muy hábiles. De igual modo, un hombre generoso que cegado por su celo intenta un proyecto útil pero imposible, debería ser siempre perdonado en consideración a sus motivos.

Hagamos caso, pues, a Rousseau y disculpemos al marqués de Bacqueville, que aspiró a ser el nuevo Dédalo y acabó en triste Ícaro alirroto y patituerto.







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