La cueva de Polifemo

 

    «Formidable bostezo de la tierra» llamó Góngora a la entrada de la cueva en la que vivía el cíclope Polifemo en su Fábula de Polifemo y Galatea (1612). El genial poeta barroco sitúa la cueva de Polifemo allí «donde espumoso el mar siciliano / el pie argenta de plata al Lilibeo», es decir, en el extremo más occidental de la costa siciliana, en el cabo que los antiguos llamaron Lilibeo y hoy es el cabo Boeo, junto a la ciudad de Marsala.

Acaso la cueva del cíclope tuviera más de una entrada, pues a pocos kilómetros de allí tuvo lugar, durante la Edad Media, un insólito descubrimiento. Conocemos con detalle lo ocurrido a través de una fuente contemporánea de los hechos, nada menos que el autor del Decamerón, Giovanni Boccaccio (1313-1375). La anécdota se encuentra en una obra suya que en el pasado gozó de gran predicamento pero que hoy en día es mucho menos conocida, la Genealogia Deorum Gentilium (Genealogía de los dioses paganos). El hallazgo tuvo lugar, como digo, a unos pocos kilómetros de Marsala, en la vecina localidad de Trapani, en el año del Señor de 1342. Pero dejemos que sea el propio Boccaccio quien lo relate:

Al pie de una montaña que se alza sobre Trapani, no lejos de la villa, unos campesinos que cavaban los cimientos de una vivienda rústica hallaron la entrada a una caverna. Cuando los obreros, a la luz de sus antorchas, penetraron por ella deseosos de ver qué había en su interior, descubrieron una gruta de enormes dimensiones, tanto de altura como de anchura. Al seguir adentrándose en la gruta, vieron, sentado en el lado opuesto a la entrada, a un hombre de tamaño gigantesco. Llenos de pavor abandonaron la cueva y no pararon de correr hasta que llegaron al pueblo, donde contaron a cuantos encontraron lo que habían visto.

Los lugareños estaban maravillados y querían saber qué cosa pudiese ser este mal, así que tras encender antorchas y pertrecharse con armas dejaron la ciudad todos juntos, como si marchasen contra un enemigo. Más de trescientos entraron en la cueva, y no menos estupefactos, vieron lo mismo que habían contado los obreros. Al acercarse para examinarlo más de cerca, tras comprobar que no estaba ya vivo, vieron esta forma humana sentada sobre un poyo, descansando su mano izquierda sobre un bastón de tal altura y grosor que excedían los del mástil de una gran embarcación y que era un hombre de un tamaño y altura como nunca se había visto ni oído igual y cuyos restos no estaba mutilados ni corroídos. Cuando uno de ellos alargó la mano y tocó el bastón, este se pulverizó al instante y se convirtió en ceniza, pero allí quedó, como si lo hubieran despojado de una corteza, otra vara de plomo elevándose hacia la mano de aquel que lo sostenía.

[...] Luego, cuando el cuerpo del hombre fue tocado, también se desmoronó, convirtiéndose casi completamente en polvo. Cuando algunos de los presentes lo examinaron encontraron todavía intactos tres dientes de tamaño monstruoso, que pesaban tres rotolos, o sea, cien onzas*.

*[Nota: unos 2,5 kg]

Sigue contando Boccaccio que los tres dientes los enhebraron con un cable de hierro y los colgaron a la vista de todos en la iglesia de la Anunciación de Trapani. Luego se suscitó entre los más cultos de la localidad una discusión sobre quién hubiese sido el colosal morador de aquella cueva. Unos decían que Érice, un legendario rey de la isla, cuya fuerza descomunal sólo Hércules había podido doblegar. Otros sostenían que Entelo, un héroe troyano célebre por su fortaleza que había llegado a Sicilia acompañando a Eneas. Pero los más aseguraban que, sin duda, los restos hallados pertenecían a uno de aquellos cíclopes que según las historias de los antiguos habían habitado Sicilia en el pasado; probablemente a aquel famoso Polifemo, de quien tanto habían hablado Homero y Virgilio.

A lo largo de los siglos fueron apareciendo más y más restos. Tomasso Fazello (1498-1570), que escribió una extensa historia de Sicilia, De rebus Siculi decades duae (1558), cita descubrimientos similares de restos de gigantes en muchos otros lugares de la isla: así, en Gibilo, donde el conde Giovan Braccioforte halló un esqueleto colosal al hacer cavar una viña; en Milillo, no lejos de Siracusa; en Iccara, en las cercanías de Palermo, en una gruta llamada Piraino; en Maredolce, Gerate, Petralia Inferiore...

Sicilia adquirió fama en toda Europa por aquellos huesos descomunales que aparecían por doquier en cuanto se hincaba una pala en la tierra, muestrario constante e irrefutable de que en un tiempo pasado los gigantes habían medido el mundo con pasos de siete leguas. Prueba, en definitiva, de que existieron los Anteos, Briareos, Geriones y Cacos de las fábulas de los antiguos y de que quizá había algo de verdad también en aquellos gigantes jactanciosos y amenazadores de los libros de caballerías.

Precisamente Cervantes pone en boca de don Quijote estas razones para respaldar la efectiva existencia de los Malambrunos, Morgantes, Brandabarbaranes y Alifanfarones que poblaban su imaginación:

[…] la Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, contándonos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres, que la geometría saca esta verdad de duda.

Otro autor contemporáneo de Cervantes, el benedictino Diego de Haedo, razonaba de modo muy similar:

Bien me podéis creer para salir desa duda, pues os diré la verdad, que en los años que estuve en aquel reino de Sicilia, como sabéis, no sólo en Siragusa y en Catania, pero en Augusta, Letim, Franca Forte, Melitelo y Mineo, y en otros lugares que están al pie de aquel famoso y altísimo monte Etna, a que vulgarmente llaman Mongibello, no una vez, más muy muchas, vi y tuve en mis manos y en mi poder cantidad de muelas y de huesos humanos de toda suerte que hallaron en algunas cuevas a que llaman en aquella tierra grutas, de los cuales algunos señores sicilianos me hicieron merced y gracia: los cuales eran extrañamente grandes, y de su proporción y correspondencia que podían tener con los demás miembros, colegíamos que eran de gigantes de admirable estatura y grandeza […] son tan grandes y tan manifiestas las experiencias de que hubo en el mundo gigantes de espantosa y admirable grandeza, y estos no pocos, que no hay de qué espantarnos de que Nemroth tuviese un cuerpo de treinta codos en alto, ni aun de lo que Homero y Virgilio y otros escriben de los grandes cíclopes y lestrigones y del terrible Polifemo...

¿Quién podía dudar, ante estas fabulosas osamentas, que hubo gigantes en el mundo? Por supuesto que existieron. Ocurre sólo que los gigantes han ido cambiando de nombre según las particulares modas y manías de los tiempos. A estos de las cuevas sicilianas no los llama ya nuestra época cíclopes, como hicieron los poetas antiguos, sino que les pone otro nombre, quizá incluso más sonoro e imponente: Palaeoloxodones, un género extinto de elefantes del Pleistoceno.

Pero fueron gigantes. Y como diría don Quijote, soberbios y descomedidos, como todos los de aquella generación gigantea.




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