El ajedrez en Samarcanda

 Confieso que no soy jugador de ajedrez. Con todo, me parece que el ajedrez resulta fascinante y sugestivo incluso para quienes no lo jugamos. Hay algo hipnótico en el tablero y en las piezas alineadas en formación unas frente a otras. Algo que materializa la metáfora bélica que subyace en el juego y contagia esa trepidación que produciría ver a dos ejércitos a punto de entablar combate.

Tal vez sea por esto que hasta quienes han tenido bajo su mando ejércitos verdaderos y han decidido sobre los destinos de muchos pueblos se hayan entregado con delectación a este juego. Dicen que Napoleón, por ejemplo, fue un gran amante del ajedrez, aunque un jugador mediocre. También el feroz Tamerlán, el gran conquistador turcomongol de las postrimerías de la Edad Media, tuvo afición por el ajedrez. ¿Quién hubiera dicho que el destructor de ciudades, el que envió a la muerte, según algunos cálculos, a diecisiete millones de personas, pudiese entretener su tiempo meditando sobre el movimiento de una pieza de marfil en el tablero?

Ruy González de Clavijo, el embajador que el rey Enrique III de Castilla envió a las entrañas del continente asiático, dejó constancia escrita de ello en la crónica de su viaje a Samarcanda, la capital del imperio de Tamerlán. Durante uno de los días de su estancia en la ciudad, en septiembre de 1404, Clavijo anotó que Tamerlán había pasado buena parte de la jornada jugando al ajedrez con unos árabes de los que allí llamaban «zaytes»:

Y el Señor jugó este día al ajedrez una gran pieza con unos Zaytes [...]

No sabemos si el tártaro era un ajedrecista hábil, pero por lo que cuenta Clavijo está claro que jugar con él debía de ser un trance bastante delicado. Refiere el embajador castellano que cuando en otra ocasión estos «zaytes» aprovecharon la partida de ajedrez para formularle a Tamerlán una petición que no fue de su agrado, les dio una respuesta tan colérica que daban gracias al cielo de haber salido con vida:

Y de tal son lo dijo él, que [...] aún decían que se maravillaban cómo no los mandaba matar, o cómo escaparon sin pena.

Conociendo, pues, cómo las gastaba el gran emperador de los tártaros, el mismo que había levantado en los confines de su reino cuatro torres hechas con los cráneos de sus enemigos y que castigaba el más leve descuido de un cortesano haciéndole perforar las narices, puede uno figurarse el sudor frío que les correría a aquellos «zaytes» cada vez que Tamerlán les ponía un peón a tiro. Como en esos problemas de ajedrez que suelen incluir los pasatiempos de los periódicos —«Blancas juegan y ganan» o «Negras juegan y ganan»— cabe imaginar que aquellas partidas tendrían siempre idéntico planteamiento en términos ajedrecísticos: «Tamerlán juega y gana».

¡La regla que convenía aprender para jugar al ajedrez en Samarcanda!

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