La túnica sagrada
Era exactamente el 1 de noviembre de 1403. Los embajadores castellanos que el rey Enrique III había enviado camino de Asia se hallaban en Constantinopla, donde aguardaban a que el clima les permitiese continuar su viaje hacia Oriente. Allí, en la capital bizantina, confiados por orden del emperador Manuel II Paleólogo al cuidado especial de su yerno, un caballero genovés llamado Hilario, la embajada castellana encabezada por Ruy González de Clavijo entretenía el tiempo visitando las cosas más dignas de ver de la ciudad.
Aquel día les iban a enseñar las sagradas reliquias que se guardaban en el monasterio de San Juan Bautista, también llamado San Juan de la Piedra, en una cámara cuya única llave estaba en poder del emperador y que sólo él podía prestar.
Al entrar en el templo, aparecieron los monjes formando procesión y empuñando incensarios y cirios encendidos, y subieron a la capilla en la que se custodiaban las reliquias, en una torre del monasterio. Al poco rato, descendieron entonando cánticos y portando entre varios un arca roja. Depositaron el arca sobre un altar de la iglesia. Procedieron a desprender los sellos de cera con que estaban lacrados los pestillos y a abrir las dos cerraduras que tenía el cofre. Del interior extrajeron dos bandejas de plata sobredorada sobre las que, a continuación, fueron colocando las reliquias.
El primer objeto que depositaron sobre la bandeja fue una bolsa de tela blanca, sellada con cera; de ella sacaron una cajita de oro redonda en cuyo interior envuelta en un cendal colorado y sellado con dos sellos de cera bermeja, les mostraron el pan que el jueves de la cena dio Nuestro Señor Jesucristo a Judas, en señal de quién era el que lo traicionaría, el cual no lo pudo comer [...] y sería aquel pan cuanto tres dedos de la mano.
A continuación, de la misma bolsa blanca sacaron otro cofrecillo de oro que tenía engastada en su interior una minúscula ampolla de cristal, y dentro en ella estaba de la sangre de nuestro Señor Jesucristo, de la que le salió por el costado, cuando Longinos le dio la lanzada.
Poco a poco se iba desplegando ante los atónitos ojos de los castellanos un extraño y apabullante muestrario de reliquias de la pasión del Señor: una ampolla con pelos de la barba de Jesús, de las que le mesaron los judíos cuando lo crucificaron; la punta de la lanza con que Longinos le hirió el costado en la cruz; la caña con la que le golpearon cuando estaba ante Pilatos; un trozo de la esponja en la que le dieron a beber vinagre mientras colgaba en la cruz. Y, por último, las vestiduras de las que los romanos despojaron a Cristo y luego se jugaron a los dados, es decir, la túnica sagrada:
y estaba doblada y sellada con sellos, porque no cortasen de ella los que la viniesen a ver, como habían ya hecho algunas otras veces, y la una manga estaba fuera de la dobladura y de los sellos, la cual vestidura era forrada de un dimite colorado, que es como cendal, y la manga era angostilla de las que se abrochan, y era hendida hasta el codo: tenía tres botoncillos hechos como de cordoncillo, así como nudo de pigüelas, y los botoncillos y la manga, y lo que se pudo ver de la saya, apareció de color colorado oscuro como de color rosado, y pareció que más tiraba a este color que a otro, y no parecía que fuese tejida salvo como labrada de aguja, ca los filos parecían como torcidos en trisne, y muy juntos.
No estaban solos los embajadores contemplando aquellas reliquias. Al circular el rumor de que iban a ser mostradas a los extranjeros, muchos de los hombres honrados y gentes de la ciudad habían acudido al monasterio para ver con sus propios ojos aquellos sacros vestigios de la pasión de Cristo. Y dice González de Clavijo en su crónica que al contemplarlas lloraban muy fuertemente, y hacían todos oración.
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