Carlomagno en la balanza

 

  Dejo recién acabada la crónica del arzobispo Turpín y aún me vienen las lágrimas a los ojos al acordarme de Roldán yaciendo en Roncesvalles entre su cuerno de marfil y su espada Durandarte y del desconsuelo de Carlomagno arrodillado ante el cadáver de su sobrino, el mejor de los Doce Pares.

Me refiero a la Historia de Carlomagno y Roldán (Historia Karoli Magni et Rotholandi), también llamada Crónica del Pseudo Turpín, porque los expertos, que suelen ser poco amigos de heroicas fantasías, no creen que su autor sea quien asegura ser al comienzo del libro; nada menos que Turpín, el famoso obispo guerrero de los Doce Pares de Francia: «Yo, Turpín, arzobispo de Reims por la gracia de Dios, asiduo compañero del emperador Carlomagno en España, a ti, Leoprando, deán de Aquisgrán, salud en Cristo», tales son las palabras con las que arranca la obra.

No está claro que haya existido alguna vez un Turpín, como tampoco un Roldán, ni un Oliveros, ni ninguno del resto de los Doce Pares. Pero hay quien sostiene que algunos documentos históricos hablan de un Tilpin o Tilpinus que fue auxiliar del obispo Milo de Reims en tiempos de Carlomagno y que bien pudiera ser el Turpín de las leyendas carolingias. En cualquier caso, el autor de la Historia de Carlomagno y Roldán no parece que fuese en absoluto este Tilpinus, sino un autor anónimo, probablemente un clérigo, que vivió mucho más tarde, en el siglo XII.

La crónica de Turpín —o del Pseudo Turpín, si nos ponemos puntillosos— narra las campañas de Carlomagno en nuestra tierra española. De ella se conservan más de un centenar de copias manuscritas, muchas de ellas en Francia, pero la más antigua está en Galicia, en Compostela. Es la que integra el Libro IV del Códice Calixtino. Y no es de extrañar que esté incorporada al célebre códice jacobeo, porque el propósito evidente de su autor fue el de promocionar el culto del apóstol Santiago y vincularlo a la figura de Carlomagno, campeón legendario del cristianismo medieval. Así, Turpín principia su historia relatando cómo el apóstol se aparece al emperador franco y le impone la misión de acudir a España para rescatar la tierra donde está su sepulcro de manos de los sarracenos.

En el Quijote, Cervantes llama con mucha ironía a Turpín «historiador verdadero» (Quijote, I, VI). Y digo con ironía porque esta es la misma expresión que utiliza para referirse a Cide Hamete Benengeli, el ficticio cronista arábigo que puso por escrito las hazañas del hidalgo manchego. Y lo cierto es que en la crónica del sedicente obispo carolingio hay profusión de sueños, visiones y hechos maravillosos. Pero acaso ninguno tan chocante como la visión con la que Turpín afirma que le fue revelada la muerte del emperador Carlomagno.

Estamos en el tramo final del libro. La campaña española ya ha terminado; se han celebrado las exequias de Roldán en San Román de Blaye, Carlomagno ha regresado a su palacio de Aquisgrán y Turpín está en Viena recobrándose de sus heridas de guerra. Pues bien, relata Turpín que mientras convalecía en Viena tuvo esta extraña experiencia: cierto día se encontraba sumido en sus rezos, cuando vio pasar delante de él un ejército de negros demonios que desfilaban en dirección a Lotaringia. El obispo les pregunta adónde van y un demonio le contesta: «Vamos a Aquisgrán para asistir a la muerte de Carlomagno porque queremos llevarnos su alma al infierno». El obispo le conmina, en el nombre de Cristo, a que cuando regrese le cuente en qué ha quedado la cosa. Turpín sigue con su oración y apenas acabada ésta, ve cruzar de nuevo ante sus ojos a los diablos que vienen de vuelta. Se dirige al que había interpelado antes y le pregunta qué ha sucedido. El demonio, contrariado, le responde: «Un gallego sin cabeza ha puesto en la balanza tantas piedras y tantas vigas de las basílicas que Carlomagno mandó edificar, que al final han pesado más sus buenas obras que sus pecados».

Confieso que, en un primer momento, esto del gallego descabezado me dejó perplejo. Es cosa sabida que hay gallegos en todas partes, incluso en la luna, como dice la canción. Pero que un gallego estuviese asistiendo al arcángel San Miguel en el pesado de almas, parecía un detalle particularmente insólito. Y además ¿por qué sin cabeza?.

Por fin se me encendió la bombilla: este «galecianus sine capite» —me tomé la molestia de comprobar la expresión que había utilizado originalmente el cronista— no era otro que el apóstol Santiago, que fue decapitado por orden de Herodes y cuyo cuerpo, según la conocida tradición, fue transportado por sus discípulos en una barca desde Jaffa hasta Galicia.

Es, pues, Santiago el Zebedeo, al que su sepulcro compostelano le ha granjeado una galleguidad póstuma pero indiscutible, el que intercede por Carlomagno en la hora definitiva.

Queda, entonces, desvelado el enigma del asistente gallego en el repeso ultraterreno de las almas. ¿Qué queréis que os diga? A mí me tranquiliza saber que llegado el delicado momento del pesaje, pueda haber un paisano cerca que me eche una mano inclinando la balanza del lado correcto... ¡Aunque sea haciendo alguna trampa!

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