Sirenas de Mozambique


  Yo siempre he sido curioso de historias de sirenas, tritones y hombres marinos. El texto que inauguró este blog, sin más lejos, lo dediqué a una extravagante noticia, espigada en una publicación del siglo XVIII, sobre un hombre marino que se había subido a un barco holandés y una vez en cubierta había pedido algo de fumar, la única costumbre de su vida humana anterior que, por lo que se ve, le despertaba aún una punzante añoranza. Un hombre marino, aclaro, es un individuo que en un determinado momento de su vida ha cambiado el medio terrestre por el acuático, echándose al mar y no volviendo a salir de él durante el resto de su existencia o, por lo menos, durante largos años. En ese lapso temporal su cuerpo genera espontáneamente ciertas adaptaciones: piel escamosa, membranas entre los dedos, olvido total o parcial del habla, etc. Es el caso del famoso hombre-pez de Liérganes, de quien sin duda el lector habrá oído hablar; o también el del Peje Nicolao, a quien mencionó Cervantes en el Quijote y al que asimismo dediqué una entrada en este blog hace algún tiempo.

Cosa distinta son las criaturas de anatomía híbrida de pez y humano, esto es, los tritones y sirenas. Digo sirenas y quizá debiera poner ondinas o nereidas, porque las sirenas verdaderas —las Σειρῆνες de los antiguos griegos— eran híbridos de mujer y ave, no de mujer y pez. En cualquier caso, en el imaginario colectivo se ha consolidado desde hace muchos siglos la idea de las sirenas como doncellas de blonda cabellera y cola de pescado, rasgos que proceden en origen de los margygr o espíritus marinos de las leyendas escandinavas. Lo que sí ha conservado el tópico popular de las primitivas sirenas homéricas es lo de la voz hechicera y las canciones dulcísimas que enloquecen a quien las oye:

Quien incauto se les llega y escucha su voz, nunca más de regreso el país de sus padres verá ni a la esposa querida.

(Odisea, XII)

Quizá conviene recordar aquí que hasta los umbrales de la edad contemporánea la existencia de los tritones y de las sirenas no sólo se tenía por verosímil sino por sobradamente demostrada. Y en esto coincidían tanto reputados naturalistas como insignes humanistas y teólogos.

El otro día, por ejemplo, me topé con una obra del jesuita madrileño Juan Eusebio de Nieremberg (1595-1658) llamada Curiosa filosofía y tesoro de maravillas de la Naturaleza (1634), en la que dedica unos capítulos a tratar sobre tritones y sirenas. Nieremberg no duda en absoluto de su existencia, de la que ofrece múltiples testimonios, antiguos y modernos; lo que rechaza es que estas criaturas puedan llamarse humanas. Sostiene que son monstruos marinos «de que está poblado el océano» y que por capricho de la naturaleza remedan la apariencia de hombres o mujeres. Entre las numerosas pruebas testimoniales que ofrece están la del tritón que se capturó en la costa del mar Tirreno y fue llevado a Roma en 1523 y el caso de la sirena frisia que pasó el resto de su vida en tierra e incluso aprendió a hilar, incidentes ambos que aparecen citados en muchas otras obras de los siglos XVI y XVII.

Pero es particularmente cómico lo que cuenta el jesuita de unos peces-mujeres que vivían en un río de Mozambique y que tenían «medio cuerpo de hembra». Según refiere el padre Nieremberg, estas criaturas daban «mucho que hacer» a los colonos portugueses, que se esforzaban por refrenar la desordenada atracción que ejercían las sirenas sobre los nativos, los cuales, dice, iban al río a copular con los peces-mujeres «como a casa pública».

Sin duda hay que reputar meritorio que las autoridades lusas se preocupasen por las buenas costumbres de los indígenas y que procurasen alejarlos de los lascivos encantos de las sirenas fluviales. Pero me parece a mí que más de un portugués, estando tan lejos de casa y aquejado de la saudade de las damas de Lisboa o de Oporto, se pegaría también su chapuzón en el río. ¡A ver si resulta que eso de cantar triste y dulce lo aprendieron los portugueses de las sirenas de Mozambique!

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