El alma de los cinocéfalos

 

  En las décadas finales del siglo IX, un monje benedictino llamado Rimberto se encontraba a punto de partir hacia tierras escandinavas para predicar el evangelio. Era consciente de que iba a afrontar una misión muy arriesgada, porque los paganos de aquellas regiones eran gentes feroces y poco inclinadas a sutilezas espirituales.

Con todo, no eran los rudos escandinavos lo que más preocupaba al monje Rimberto, sino la posibilidad de que en su viaje al norte topase con una raza de criaturas que según se decía habitaba en los más extremos confines de aquella comarca: los cinocéfalos, esto es, los «cabezas de perro». Los autores de la antigüedad —Ctesias, Megástenes, Heródoto, Plinio, etc.— habían escrito largamente sobre estos extraños monstruos de cuerpo humano y cabeza perruna, pero solían situarlos en remotos rincones de la India o de África. Sin embargo, durante la Alta Edad Media se popularizó la noción de que los cinocéfalos habitaban en algún lugar de la región boreal. Por ejemplo, la Cosmographia de Ético de Istria, un inclasificable libro escrito a finales del siglo VII o principios del VIII, señalaba que los cinocéfalos poblaban una isla llamada Munitia en las frías aguas del mar del Norte.

Rimberto se planteaba la eventualidad de que en su misión evangelizadora se encontrase con los cinocéfalos y se preguntaba qué debería hacer. ¿Debía considerarlos seres bestiales y apartarse de ellos? ¿O tal vez, a pesar de su monstruoso aspecto, los cinocéfalos albergaban un alma y debía predicarles también la palabra de Dios? Puede que esto hoy nos haga sonreír, pero a Rimberto esta duda le obsesionó intensamente y con razón; se hallaba en juego la salvación de almas que, de otro modo, podrían condenarse para la eternidad. Su propia alma estaba en peligro; ¿acaso no había sido el mandato del Señor «id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura»? ¿No se alzaría en el Día del Juicio un dedo acusador contra él si daba la espalda a estos seres fiado tan solo en su apariencia animalesca?

Incapaz de resolver el asunto por sí mismo, Rimberto decidió buscar el consejo de alguien más sabio. En el lejano monasterio de Corbie, en lo que hoy es el departamento francés del Somme, vivía un monje con fama de fino teólogo. Rimberto le escribió una larga carta explicándole su duda e incluyéndole un resumen de todas las noticias que había logrado reunir de diversas fuentes acerca de los cinocéfalos.

La carta de Rimberto se ha perdido, pero conocemos bien su contenido porque se conserva la respuesta del monje teólogo al que pidió ayuda. Este monje se llamaba Ratramno de Corbie y ha pasado a la historia, fundamentalmente, por una obra que escribió sobre las especies eucarísticas, De Corpore et Sanguini Christi, la cual estaba llamada a alimentar durante muchos siglos enconadas polémicas sobre la naturaleza del sacramento eucarístico. Pero también se le recuerda por la carta en la que dio respuesta a la consulta de Rimberto, la Epistola de Cynocephalis.

Al leer la carta, no resulta difícil imaginar a Ratramno, sentado en el duro banco del scriptorium, inclinarse sobre el pergamino dispuesto a arrojar un poco de luz sobre el asunto que se le planteaba:

«Ahora que el hermano Sarwardo vuelve a vosotros —Sarwardo era el monje que había viajado hasta el monasterio con el mensaje y que debía regresar con la respuesta—, estamos ansiosos por explicar brevemente lo que nos parece de vuestra cuestión. Porque preguntáis qué deberíais creer acerca de los cinocéfalos; es decir, si descienden de la raza del Hades o si tienen alma de bestia...»

En su misiva, Ratramno recuerda que a juzgar por su aspecto físico los cinocéfalos parecían, en efecto, asemejarse a las bestias y por tanto, compartir con estas sus limitaciones e inclinaciones naturales, manifiestas en su propia anatomía. Pues mientras la cabeza redondeada y erguida del hombre, razona Ratramno, está predispuesta para elevarse a contemplar el cielo, la cabeza alargada y hocicuda de los perros, como la que tenían los cinocéfalos, los obliga a mirar constantemente al suelo. De igual forma, mientras los hombres gozan del don divino de la palabra, los perros no pueden hacer otra cosa que dar ladridos. Sin embargo, continúa el teólogo, las noticias que le ha suministrado Rimberto le inducen a pensar de modo muy diferente:

«No obstante, las cartas que vuestra caridad nos ha enviado, al haber indicado la naturaleza de estas criaturas de modo más detallado, nos han mostrado cosas que parecen acomodarse más a la razón humana que a la sensibilidad animal: en especial, que guardan ciertos principios de sociedad, como demuestra que cohabiten en pueblos; que practican la agricultura, lo que se infiere de que recojan la cosecha, y que no expongan sus vergüenzas como hacen las bestias, sino que se tapen, lo que es un signo de pudor [...] Todas estas cosas parecen testificar de modo racional que tienen un alma».

A continuación, Ratramno examina en profundidad uno por uno todos estos indicios y algunos otros más, como por ejemplo que los cinocéfalos criaban y domesticaban otros animales, para concluir que tales rasgos únicamente podían corresponder a una criatura dotada de raciocinio, y por tanto, de alma humana.

«Esto es cuanto sentimos que debe decirse de los cinocéfalos —termina Ratramno— , y si a otros les place verlo de esta manera o de otra distinta, no nos atañe juzgarlo».

Sin duda, una vez leída esta carta y aplacadas sus acuciantes dudas respecto a los cinocéfalos, Rimberto partió con espíritu más resuelto a su misión evangelizadora. Una misión en la que, por cierto, cosechó notables éxitos y que le granjeó, a la postre, un obispado. Con el tiempo incluso sería llamado «el segundo apóstol del norte». Ignoramos si en su predicación en los fiordos escandinavos Rimberto llegó a encontrarse alguna vez con los cabezas de perro. Pero lo que es seguro es que en aquellas tierras de sanguinarios vikingos a menudo tendría que vérselas con otra clase mucho más corriente de criaturas animalescas: individuos de rostro humano pero con alma de perro rabioso. Más de una vez musitaría tembloroso aquella vieja plegaria monástica, a furore normannorum libera nos Domine: «líbranos, Señor, de la cólera de los hombres del norte».

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