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El marqués alado

       De un bisabuelo mío he oído contar que se fabricó unas alas y encaramado en un alpendre trató de volar con ellas. Esto sería, conjeturo, allá por el mil ochocientos ochenta y tantos, cuando la única forma en que un hombre podía elevarse por los aires era aún la de meterse en la endeble canastilla de un globo. No sé en que paró el experimento, pero sospecho que no debió salir bien, porque mi bisabuelo abandonó por entero su interés por la navegación aérea, sentó plaza en Infantería y pasó el resto de su vida con los pies firmemente asentados en la tierra. Mi bisabuelo no fue el primero ni tampoco el último que fracasó en el empeño de disputarle el cielo a los pájaros, pero su audacia no trascendió; quedó confinada en la humilde, vaga y perecedera memoria familiar. De haber dado más publicidad a su empresa, quizá hubiera pasado a la historia como un quimérico pionero de la aviación. Esto fue precisamente lo que le sucedió, en el siglo dieciocho, a un excéntrico caballero norm

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